viernes, 13 de marzo de 2009

Ritos de la buena mesa


La hora de comer suele ser la única oportunidad que tenemos para reunirnos y compartir, no sólo el alimento sino la vida misma.

Nuestra manera de comer –nuestra conversación o nuestro silencio en la mesa, nuestra manera de bendecir, hasta nuestra actitud al masticar la comida- puede convertirse en una práctica que nos ayuda a recuperar el hogar perdido.
El acto de comer es en gran medida un misterio. Cuando nuestro cuerpo ingiere alimentos una corriente de vida fluye a través de nosotros. El educador y filósofo Rudolf Steiner creía que, en el futuro, el acto de comer ya no se concebiría como una mera actividad física, sino que se transformaría en un todo consumado con el alma y el espíritu. Y escribía: “¿Por qué los iniciados de todas las épocas han instado a las personas a orar antes de comer? La oración tenía el fin de afirmar que, junto con la comida, el hombre recibe una sustancia espiritual”.
Sin embargo a diferencia de nuestros ancestros o incluso, de los habitantes nómades en la actualidad ya no formamos un todo con el mundo de la naturaleza. Hubo un tiempo en que la vida cotidiana estaba íntima y profundamente conectada con las fuerzas naturales: ahora, en cambio, los niños son los únicos que parecen conservar ese vínculo.
Cuando somos adultos, dejamos de percibir muchas de las impresiones que nos llegan por medio de nuestros sentidos; y cuando por fin advertimos algo que siempre estuvo allí, exclamamos: “Qué curioso, jamás lo había notado”. La rutina, la prisa o la incesante actividad de nuestra mente son algunas de las circunstancias que nos alejan del aquí y ahora de la vida.

El pan nuestro.
Más allá de la fibra, la grasa, el sabor, la corteza, ¿Acaso alguien se pregunta qué es, en verdad, lo que se lleva a la boca en el momento de sentarse a la mesa? Nos estamos comiendo la vida misma: infinidad de fuerzas poderosas descienden hasta nosotros desde el cosmos y otras tantas nos llegan desde la Tierra. Nuestra nutrición no proviene únicamente de las moléculas físicas de los alimentos, sino también de la energía y del espíritu vital que éstos contienen.
Un día nuestra hija Maya estaba desayunando con una amiga, y juntas cortaban trocitos de una tostada para alimentar a sus muñecas. Yo le pregunté si las muñecas y las niñas comían lo mismo, o si las muñecas preferían otro tipo de alimentos. La amiga de Maya me respondió, dándolo por sobreentendido: “Las muñecas comen el espíritu que está en la parte de adentro de la tostada, pero nosotras comemos la parte de afuera”.
El médico Larry Dossey escribe: “Existe sólo una manera válida para compartir con el universo, sin importar que lo compartido sea el alimento, el agua, el amor de otra persona o, aunque sólo sea una píldora. Esa manera se caracteriza por la reverencia, una reverencia que nace de sentirse partícipe del universo, de un sentido de afinidad con la materia y con quienes nos rodean”.
Sentarse a comer juntos es una manera eficaz de practicar esto todo los días. La comida familiar encierra el corazón de la familia, no importa lo mucho o poco que abarque la palabra “familia”. Cuando los que se consideran una familia se sientan a comer juntos, se fortalecen la armonía, la energía vital del grupo y la de cada uno de sus miembros. La hora de comer suele ser la única oportunidad que tenemos para reunirnos y compartir, no sólo el alimento sino la vida misma.
Un estudio reciente señala que entre las familias que cenan juntas, casi cuatro de cada diez miran televisión, estudian, trabajan o leen mientras comen. Mi familia solía hacer lo mismo. Nos vimos obligados a cambiar cuando mi marido se enfermó y descubrimos que comer juntos sin este tipo de distracciones constituía una práctica sencilla pero poderosa. Tal como ocurre en millones de hogares, nuestra familia experimenta cambios y etapas de crecimiento, dejando atrás antiguos patrones de conducta para descubrir caminos más verdaderos de convivencia. No es un trabajo fácil, pero el ritmo y el ritual de comer juntos nos proporciona la guía que necesitamos para pasar los momentos difíciles. Así como un niño necesita un punto interno desde donde lanzarse a explorar el afuera, los adultos necesitamos un ritmo cotidiano que nos mantenga conectados. El ritmo de comer juntos, como dos manos gigantes, nos mantiene seguros cuando todo a nuestro alrededor bulle en medio del caos.
La raíz de muchos problemas familiares es el temor al cambio. Una familia puede encerrarse en un círculo vicioso si se niega a abrirse a un cambio saludable. Cuando una sensación de paz inunda un hogar, aunque sea sólo por el tiempo que dura un suspiro, entonces el camino al cambio está abierto. Este instante fugaz nos fortalece, porque nos obliga a buscar significados internos. Abrimos el camino al misterio del acto de comer cuando nos ofrecemos a nosotros mismos al sentarnos a la mesa; cuando, al comer nuestro alimento, nos convertimos en él.

Celebrar la comida.
El ritual consiente puede llegar al corazón por medio de los sentidos. Abarca el gusto, la fragancia, el canto, el silencio o la belleza. Cortar un trozo de pan durante una comida, admirar la belleza de unas flores sobre una mesa, sentarse un instante en silencio, o tan sólo cantar una estrofa, todo es alimento para el alma. La sensación de armonía que surge cuando una familia se toma de las manos antes de comenzar a comer, o cuando permanece un instante en silencio, puede quedar grabada en un niño por el resto de su vida. Es el momento en el que padres e hijos olvidan los problemas cotidianos y se reúnen para celebrar.
Muchas culturas tienen rituales para celebrar el acto de compartir la comida. Nuestro amigo Miguel nos invitó a conocer la costumbre judía del Sabbath del viernes por la noche. Los niños escuchaban en silencio mientras él agradecía los alimentos recién horneados sobre la mesa. Cuando Miguel cortó un trozo de pan, y con las palabras “Buen Sabbath” se lo ofreció a una de nuestras hijas, sus ojos se inundaron de sorpresa. Mantener la solemnidad del ritual resultaba difícil para los niños, de modo que muy pronto todos estábamos riendo, con la nueva serenidad que la bendición nos había transmitido.

Masticar cien veces.
Ahora, nuestro idioma abunda en descripciones que evidencian nuestra ansiedad por comer deprisa: comida al paso, tragar de un bocado, picar algo y salir corriendo. Comer se ha convertido en una actividad riesgosa. En los Estados Unidos, atragantarse con los trozos de carne sin masticar es una causa frecuente de muerte accidental. Los investigadores lo llaman “muerte por ingesta de alimentos”. A muchos de nuestros abuelos se les enseñó a masticar treinta veces cada trozo de comida, conocían la sabiduría de la masticación.
Noboru Muramoto, maestro de sanación oriental tradicional, explica la importancia de masticar: “La buena masticación favorece el poder de sanación, un sistema inmunológico fuerte y el rejuvenecimiento del cuerpo... La masticación no satisface la curiosidad intelectual; es una cuestión de práctica”.
Masticar minuciosamente requiere reflexión y concentración: si ambas facultades están presentes entonces el acto de masticar se convierte en un acto meditativo. Bien puede resultar, desde luego, algo rutinario y aburrido. Una vez tuve un sueño en lo que veía prometía ser un cuadro de naturaleza muerta: un jarrón con flores, un recipiente con frutas y una jarra con agua. “Qué aburrido, que poco original”, pensé. Entones una voz dijo: “Debes transformar esto en algo bello por tu modo de mirarlo”. Y los objetos comenzaron a relucir y a irradiar luz y colores exquisitos. Como en mi sueño, somos nosotros quienes podemos ver la masticación o cada acto cotidiano como rutinario o creativo.
He comprobado que cuanto más ocupada estoy menos voluntad tengo de masticar. Me impaciento y como más rápido. Cuando me desacelero, respiro profundo y me concentro en lo que como; me obligo a prestar atención y, entonces, vuelvo a encontrarme con mi cuerpo, al que casi había olvidado.
Según un estudio realizado en la Universidad de Temple, en Filadelfia, los estudiantes que meditaban durante las comidas digerían el cereal mucho mejor que aquéllos que hacían ejercicios mentales de aritmética mientras comían. Con éste estudio se comprobó que la relajación no sólo hace que segreguemos más saliva, sino que aumenta los niveles de las encimas que mejoran la capacidad del cuerpo para digerir carbohidratos. La tensión hace disminuir la segregación de saliva y dificulta la digestión.
Que cada uno descubra por sí mismo qué lo hace sentir mejor. Yo recomiendo ir más allá de la masticación. El acto de comer puede ser una plegaria. Michel Abehsera, un místico judío nos entrega ésta oración al describir una comida de Sabbath, en la que prepara cholent, un plato que requiere 18 hs. de cocción:
“Debes prepararte para éste tipo de comida. No será fácil de digerir si no eres feliz. No me refiero a la felicidad común, la que es inherente a nuestra propia naturaleza y tiene sus propios límites. Hablo de la felicidad que es una orden del cielo. Esta felicidad es casi una proeza, es un gran catalizador que quiere verte transmutar la piedra en una crema suavísima y el veneno en una danza. Una comida de Sabbath y la alegría que la acompaña, la música, el canto, la luz, tocan un lugar de la memoria que vigoriza todo tu ser. Sólo un suspiro te separa del paraíso. Te han hecho rey. Por fin alcanzas tu dimensión verdadera”.

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