viernes, 14 de agosto de 2009

La Ternura, un acto de coraje.


Por Alex Rovira



"Nada es pequeño en el amor.
Aquellos que esperan las grandes ocasiones
para probar su ternura, no saben amar."



Si algún elemento da belleza y sentido a la vida y hace que ésta sea buena es, sin duda, la ternura, ya que ella es la expre­sión más serena, bella y firme del amor. Es el respeto, el reconocimiento y el cariño expresado en el gesto, en el de­talle sutil, en el regalo inesperado, en la mirada cómplice o en el abrazo entregado y sincero. Gracias a la ternura, las relaciones afectivas crean las raíces del vínculo, del respeto, de la consideración y del verdadero amor. Sin ternura es difícil que prospere la relación de pareja. Pero además es gracias a la ternura que nuestros hijos reciben también un sostén emocional fundamental para su desarrollo como fu­turas personas.


Al parecer, los recuerdos que más nos acompañan en los últimos instantes de nuestra vida no tienen que ver con momentos de triunfo o de éxito, de pompa y circunstancia, sino mas bien con experiencias donde lo que acontece es un encuentro profundo con un ser amado, un momento de intimidad serena cargado de significado: palabras de gratitud, caricias, miradas, un adiós, un reencuentro, un gracias, un perdón, un te quiero, compasión, sentimiento compartido, intimidad vivida desde la serenidad desnuda. Son esos instan­tes los que quedan grabados en la memoria gracias a la luz de la ternura que revela la excelencia del ser humano a través del cuidado, el respeto y el afecto.

Mahatma Gandhi decía que un cobarde es incapaz de mostrar amor, ya que hacerlo está reservado a los valientes. Y así es: paradójicamente, la ternura no es blanda, sino fuerte, firme y audaz porque se muestra sin barreras, sin miedo. Es más, no sólo la ternura puede leerse como un acto de coraje, sino también de voluntad para mantener y reforzar el vínculo de­seado de una relación, que se proyecta en el futuro, gracias al deseo y a la imaginación creadora. La ternura es en verdad lo que hace fuerte al amor y enciende la chispa de la alegría en la adversidad, el revés o las circunstancias grises y oscuras de la existencia. Gracias a ella toda relación deviene más profun­da y duradera, porque su expresión no es más que un síntoma del deseo de que el otro esté bien.

La ternura implica, por lo tanto, confianza y seguridad en uno mismo. Sin ella es imposible la entrega decidida. Y lo más paradójico es que su expresión no es ostentosa, ya que se manifiesta en pequeños detalles: la escucha atenta, respetuosa y activa, el gesto amable que no espera respuesta, la demos­tración verdadera de interés por el otro, ajena de expectativa de contrapartida.

La ternura expresa además la calidad de una relación. Sexo con ternura es expresión del amor. Sin ternura, una relación basada puramente en la sexualidad está condenada a la ruptura en un mayor o menor plazo de tiempo. Porque aunque pueda haber intensidad sensorial en el intercambio físico, sin ternura se produce una relación que no busca el bien del otro, sino que se encierra en la búsqueda del propio placer y hace del otro un objeto de satisfacción y nada más. La ternura es el reposo de la pasión. En efec­to, la pasión del enamoramiento es efímera y da paso, con el tiempo, a una relación más reposada donde se instala la ternu­ra. Sin ella, la relación de pareja está condenada a largo plazo al fracaso, porque su ausencia genera aburrimiento, rutina, pe­reza, apatía, distancia, abandono, dejadez y egoísmo.


TERNURA Y SALUD


"Lo que das, te lo das. Lo que no das, te lo quitas."


En un estudio en el que se interrogó a diez mil hombres sobre su salud, hábitos y circunstancias, se concluyó que el indicador más fiable de una angina de pecho era la respuesta a la pre­gunta ¿Le demuestra su pareja que lo ama? Un Si por respuesta se relacionaba estadísticamente, y de manera muy significa­tiva, con el no haber sufrido una angina de pecho, mientras que quienes respondían No habían sufrido esta dolencia car­diaca en un porcentaje muy superior a la media.

Pero no sólo sufre quien no recibe caricias, sino también quien no las expresa. En una investigación realizada en la Universidad de Stanford, dirigida por James Gross, se con­cluyó que suprimir la expresión de las emociones conlleva altos costos psicológicos, sociales y de salud. A partir de esta investigación, las personas que no suelen manifestar sus emo­ciones son más infelices y se sienten más aisladas. Es más, aparentemente la supresión de la expresión de estas emocio­nes no reduce y hasta puede aumentar la intensidad de las emociones negativas, como un disgusto, ansiedad, tristeza y vergüenza. Por este motivo, los individuos que suelen supri­mir la expresión de sus sentimientos, generalmente manifies­tan más experiencias negativas y menos positivas. Además, la falta de expresión de los sentimientos genera un mayor estrés psicológico, tanto en quien suprime su expresión como en la persona con quien interactúa (en los estudios, éstos mostraron un aumento importante de la presión sanguínea). Por otra parte, la supresión de la expresión de las emociones se asocia con una baja de la inmunidad fisiológica.

UN PUNTO DE APOYO

"No hay más muerte que la ausencia de amor."

La ternura encuentra también un espacio para desarrollar su extraordinario valor en los momentos de sufrimiento, triste­za, abatimiento, dolor, desesperación, desgracia o adversidad. La mano que acaricia o acompaña, la presencia firme y soli­daría ante la injusticia, la llamada o el mensaje en el que pocas palabras se convierten en un cimiento, son actos elocuentes de ternura.

Expresar el afecto, saber escuchar, hacerse cargo de las preocupaciones y problemas del otro, comprender, saber aca­riciar, saber cultivar el detalle, acompañar, estar física y aní­micamente en el momento adecuado son actos de entrega generosa y espontánea, cargados de valor y significado, crea­dores de momentos de Buena Vida. Y es que en el amor no hay nada pequeño. Esperar las grandes ocasiones para expre­sar la ternura nos lleva a perder las mejores oportunidades que nos brinda lo cotidiano para hacer saber al ser amado cuan importante es para nosotros su existencia, su presencia, su compañía. Es en el pequeño gesto cargado de sentido, donde se manifiesta la ternura. Ya lo dijo hace más de dos mil años el poeta latino Publio Virgilio Marón, "El amor todo lo ven­ce." Y es verdad, si cabe más aún, a través de la ternura.

Gente
Hay gente que con sólo decir una palabra
enciende la ilusión y los rosales;
que con sólo sonreír entre los ojos
nos invita a viajar por otras zonas,
nos hace recorrer toda la magia.

Hay gente que con sólo dar la mano
rompe la soledad, pone la mesa,
sirve el puchero, coloca las guirnaldas,
que con sólo empuñar una guitarra
hace una sinfonía de "entrecasa".

Hay gente que con solo abrir la boca
llega a todos los límites del alma,
alimenta una flor, inventa sueños,
hace cantar el vino en las tinajas
y se queda después, como si nada.

Y uno se va de novio con la vida
desterrando una muerte solitaria
pues sabe que a la vuelta de la esquina
hay gente que es así, tan necesaria.

Hamlet Lima Quintana

viernes, 7 de agosto de 2009

Cambia un hombre...Cambian los hombres



Por Sergio Sinay



La especie humana está partida, los hombres gobiernan el mundo y la gran mayoría de ellos son responsables de haber­lo convertido en un lugar hostil, peligroso y tóxico. Cuantos más hombres, durante cada jornada, protagonicen más cambios en sus actitudes y acciones, mayor cantidad de transformaciones serán perceptibles en el universo que com­partimos.

En 1981 el biólogo inglés Rupert Sheldrake desa­rrolló su hipótesis del Mono Cien, una verdadera revolución del pensamiento cuántico. Se basaba en una experiencia efec­tuada a lo largo de treinta años en un archipiélago japonés. Allí los científicos que estudiaban colonias de monos arrojaban papas en la playa para que los monos se alimentaran, y seguían viaje sin desembarcar para no molestar a los anima­les y no entorpecer la observación de sus conductas. Los monos comían las papas con la cáscara cubierta de arena; no siempre les gustaban, muchas veces las dejaban. Así fue has­ta que un día, Imo (una mónita de dieciocho meses) lavó la papa en el agua. Limpia de arena, era más sabrosa. Le ense­ñó el truco a otros monitos, estos lo transmitieron a sus ma­dres, y éstas a otros monos adultos. Al poco tiempo todos los monos de esa isla lavaban las papas. No pasó mucho an­tes de que todos los monos de todo el archipiélago lo hicie­ran, a pesar de que no había contacto visual entre cada isla y las otras.

Sheldrake habló del Mono Cien al referirse al mo­mento clave de la transformación colectiva. Podríamos lla­marlo masa crítica. Cuando llegó a haber un número sufi­ciente de individuos repitiendo una conducta, ésta se hizo propiedad de la especie, se convirtió en algo natural. Según Sheldrake, cuando una conducta es sostenida du­rante suficiente tiempo y por una suficiente cantidad de in­dividuos, se constituye un campo mórfico, un espacio virtual y sincrónico en el cual se acumulan y conforman todas las experiencias previas de la especie que, de ahí en más, actua­rá naturalmente de esta manera, y ya no necesitará apren­derlo. La novedad será heredada de manera natural por las próximas generaciones. De esto hablaba, a su manera, Carl Jung cuando describió el inconsciente colectivo. El biólogo sostiene que la idea de los campos mórficos vale para todas las especies, y también para las moléculas de proteínas, para los átomos o para los cristales.

Cambiar el modelo de la masculinidad tóxica re­quiere, pues, la repetición de ciertas conductas de un mo­do sostenido y creciente, el compromiso con una actitud y la convocatoria, hombre a hombre, a que más varones lo ha­gan. Se trata de crear el campo mórfico de la masculinidad sa­nadora, nutricia, compasiva, amorosa, fuerte, creativa.
¿Lo que hacen los monos es imposible para los hombres? Proba­blemente no, siempre y cuando los varones asuman la tarea transformadora con su energía mítica de guerreros. Estos guerreros no van a ningún campo de batalla exterior, no van a matar, a destruir ciudades y vidas, en nombre de su dios, del petróleo o de una cínica versión de lo que llaman "paz". El Guerrero interior, mítico, de cada varón afronta otra odi­sea. Un místico hindú lo definió de esta manera: "Ha­brá numerosos enemigos internos, pero no habrá que matar­los ni destruirlos; tienen que ser transformados, tienen que ser convertidos en amigos. La rabia tiene que ser transforma­da en compasión, el deseo en amor y así con todo. Por eso no es una guerra, pero un hombre necesita ser un guerrero."

Cambiar Conductas
¿Qué son conductas? La respuesta a esta pregunta puede abrir un abanico sorprendente. Veamos cuándo y cómo, de qué maneras reales y accesibles, un hombre cambia una conducta y, por lo tanto, ayuda a la transformación de otros hombres:

* Un hombre que tiene prioridad y tiempo para atender a sus hijos, para preguntarles y escuchar, para compartir experien­cias con ellos, que participa activamente de la crianza de esos hijos, aunque eso signifique postergar un ascenso profesional o resignar un ingreso, cambia de conducta y ayuda a cambiar a otros hombres.

* Un hombre que, en cualquier actividad (ya fuere comercial, política, deportiva, militar, económica, organizacional, investigativa, científica, tecnológica, cultural o sanitaria) se niega a cum­plir órdenes o mandatos inmorales, fuera de ética, corruptos, que dañen a otros, a cualquier ser vivo o al medio ambiente, aunque esa negativa tenga consecuencias económicas o curriculares, cam­bia una conducta y ayuda a cambiar a otros hombres.

* Un hombre que reconoce cuándo no puede, o cuándo no sa­be o cuándo, ha sido vencido en buena ley, así fuere en los nego­cios, como en el deporte, en el amor o en la política, y que no prepara su revancha como primer objetivo, cambia una con­ducta y ayuda a cambiar a otros hombres.

* Un hombre que actúa en política y no vende sus sueños, sus utopías o su proyecto para un bien común, aunque eso signifi­que tener menos poder, cambia una conducta y ayuda a cambiar a otros hombres.

* Un hombre que pueda escuchar a la mujer sin interrumpir y sin verse obligado a dar respuestas y soluciones, un hombre que se atreve a mostrar a su mujer sus capacidades e incapacidades, su inteligencia y su estupidez, su fuerza y sus flaquezas, su capacidad sanadora y sus heridas, cambia una conducta y ayuda a cambiar a otros hombres.

* Un hombre que acompaña el crecimiento de sus hijos y les transmite confianza y admiración, sin desvalorizarlos cuando ellos se equivocan en la búsqueda, o no se amoldan a las expectativas de él, que incluso los autoriza a equivocarse, que los guía con límites firmes y afectuosos, y que garantiza con actos, el carácter incondicional de su amor, cambia una conducta y ayuda a cambiar a otros hombres.

* Un hombre que se autoriza a cambiar su vocación cuando una voz interior se lo pide, que se permite ganar menos y disfrutar más, que puede verse desnudo, sin el traje de su oficio y pro­fesión, y disfruta de lo que ve, que no posterga sus prioridades es­pirituales y emocionales en nombre de la exigencia productiva, cambia su conducta y ayuda a cambiar a otros hombres.

* Un hombre que se preocupa por su salud y le da un espacio no marginal en su espectro de ocupaciones, para que de ese mo­do no sean otros (su familia, la sociedad) los que tengan que cargar con las consecuencias, cambia una conducta y ayuda a cambiar a otros hombres.

* Un hombre que se niega a ser manipulado por quienes le ge­neran falsas necesidades, lo incitan a la competencia fatua, o pretenden seducirlo con ilusiones de poder o identidad, y se nie­ga a rendirse ante el consumismo obsceno, descarado, depreda­dor y contaminador de la sociedad contemporánea, cambia una conducta y ayuda a cambiar a otros hombres.

* Un hombre que abre espacio en su vida para las exploracio­nes, las preguntas, las búsquedas y las experiencias espirituales, cambia una conducta y ayuda a cambiar a otros hombres.

* Un hombre que aprende a jugar para divertirse y confraternizar, para intercambiar el estimulante sudor del esfuerzo com­partido, que deja de hacer de cada juego (fútbol, tenis, básquet, hockey, etcétera) un campo de batalla, cambia una conducta y ayuda a cambiar a otros hombres.

* Un hombre que compite para superarse en primer lugar a sí mismo, antes que para batir, imponerse o humillar a otro, cam­bia una conducta y ayuda a cambiar a otros hombres.

* Un hombre que hace de otro hombre su confidente espiri­tual y su apoyo emocional, que aprende a escuchar el corazón de otro varón sin cuestionarlo, sólo recibiéndolo, y que aprende a abrir el suyo y a depositarlo en las manos de otro varón, cam­bia una conducta y ayuda a cambiar a otros hombres.

* Un hombre que puede poner límites sin ser violento, un hombre que (ante su mujer, sus hijos, sus amigos, sus hermanos, sus subordinados, sus superiores o ante los desconocidos) puede ser firme y suave, claro y confiable, emprendedor y receptivo, cambia una conducta y ayuda a cambiar a otros hombres.

* Un hombre que vive de acuerdo con los valores que predica en lugar de predicar valores que no ejerce, un hombre que tra­duce su amor en hechos concretos de amor, su honestidad en he­chos concretos de honestidad, su sinceridad en hechos concretos de sinceridad, su austeridad en hechos concretos de austeridad, su compasión en hechos concretos de compasión, su solidaridad en hechos concretos de solidaridad, su aceptación en hechos con­cretos de aceptación, cambia una conducta y ayuda a cambiar a otros hombres.

Las Voces del silencio
Es importante valorizar a esa minoría silenciosa de varones que conservan o cultivan en sí los hábitos más fértiles, nutricios y trascendentes de la hombría y que procuran un mundo diferente, mejor, compasivo, soli­dario, cooperativo, diverso y fecundo, y lo hacen con coraje verdadero, con empatía, con constancia, con compromiso, con pasión y compasión, sin vergüenza ni arrepentimiento por su condición de varones. Esos hombres son pocos, pero existen, son profundamente y auténticamente masculinos, son padres, son maridos, son amantes, trabajan, persisten en un universo político putrefacto que procura expulsarlos o callarlos una y otra vez, asoman a veces en el campo ética­mente corrupto de los grandes negocios, intentan limpiar con sus actos las entrañas fétidas del deporte profesionaliza­do a ultranza, se oponen a la voracidad de las corporaciones, van en son de paz a los campos de batalla (esos campos a donde otros hombres, verdaderos cobardes de traje, corbata y discursos que jamás empuñan un arma, mandan a otros varones a matar primero y a morir después).

¿Representan esos pocos varones una esperanza? ¿Son apenas un error? ¿Sobrevivirán? ¿Auguran la posibilidad de otro paradigma masculino? ¿Son concientes de lo que enuncian? Esta serie de interrogantes podría converger en uno solo, el siguiente: ¿es posible transformar el paradigma masculino, instaurar en su lugar un modelo de hombría soste­nido en la fuerza del amor, en el coraje del espíritu y en la bra­vura de la compasión?

Creo, en cambio, que el paradigma masculino actual es una deformación dolorosa y dañina, la metástasis de la intolerancia, un modelo de pensamiento y de acción a contrapelo del propósito esencial de la vida, que es el de perpetuarse a sí misma preñada de trascendencia y significado. Los pocos, silenciosos e ignotos hombres que atraviesan la experiencia de una masculinidad vital, son emergentes de otro paradigma: ellos anuncian, sin pretenderse profetas, la existencia del mismo. No representan un movimiento, no han desarro­llado lemas ni consignas, no siguen políticas conjuntas (sal­vo aislados grupos). No arrastran a la sociedad ni, mucho menos, a masas de varones detrás de sí. Viven sus vidas, crean vínculos diferentes, exploran caminos distintos, pro­curan darle a sus existencias un sentido emocional, espiri­tual, afectivo profundo. A menudo lo hacen solos, sin cono­cerse, simplemente honrando sus vidas y vínculos cotidia­nos. Tratan, aunque no lo declamen, de que su paso por la vida deje una huella fecunda, una simple y pequeña huella fecunda. Observados en el conjunto, muchas veces estos hombres parecen anómalos, sapos de otro pozo, patitos feos. Todos sabemos cómo terminaba el cuento de Andersen: el patito era un cisne bello y majestuoso. Sólo por eso los patos, ignorantes, se burlaban de él, lo despreciaban y no lo incluían en la comunidad de los patos… problema de ellos.


Extraído de “La masculinidad tóxica” Ediciones B

martes, 4 de agosto de 2009

Nueva...¿Paternidad?


Por Sergio Sinay


Abunda un discurso triunfalista acerca de una supuesta nueva paternidad, una "nueva paternidad" que no ha provoca­do una presencia masiva de hombres en las reuniones escola­res de padres, en los consultorios de los pediatras, en las acti­vidades formativas de sus hijos, en la conducción afectiva, en la disposición de límites y orientación de conductas, en la intervención amorosa y firme ante situaciones riesgosas de los adolescentes, en la capacidad de dialogar profundamente con los hijos aun discrepando.

La "nueva paternidad" de los flamantes discursos a la moda, se regocija de los pañales cambiados, de la disposición paterna a convertirse en "amigo" de los hijos (quienes ya tienen amigos, pero claman por un padre), de la flexibilización en las normas, de la propensión a "acompañar" a las mamás. Confunde diálogo con consen-timiento, permiso con desliga-miento. Bajo la etiqueta de la "nueva pater-nidad" se producen fenómenos contra-dictorios: de aquellos padres inac­ce-sibles, rígidos, que generaban acata-miento temeroso en los hijos, se ha derivado a un tipo de vínculo en el que los padres parecen temer culposamente a los hijos. Como conclusión de esto me atrevo a sostener que la "nueva paternidad" es sólo una nueva etiqueta y una nueva vestimenta para la orfandad pater­na que padecemos. Está muy lejos de ofrecer una respuesta profunda, esencial, contrastante al modelo masculino tóxico, no le disputa su presencia hegemónica, no sana las heridas que éste viene produciendo a nivel social e individual.

Acaso tampoco se trate de crear un "nuevo padre". Vivi­mos en una cultura adicta a lo "nuevo", tan adicta que nece­sita novedades como el cocainómano ansia su sustancia. De­voramos "novedades" sin digerirlas, sin proceso metabólico, y acabamos por hacer de la palabra "nuevo" un simple sinóni­mo de fugaz, efímero, pasajero, banal, breve, fugitivo. Preten­demos llenar con lo "nuevo" los vacíos pavorosos de nuestras angustias existenciales. Y no lo lograremos. Porque esos va­cíos sólo se reparan a través de lo trascendente, a través de lo significativo, de lo que nos revela y nos devuelve a horizontes espirituales perdidos. Antes que celebrar "nuevas" paternida­des que serán rápidamente engullidas por la voracidad de aquel vacío, quizá debamos recuperar los contenidos de la pa­ternidad esencial, ancestral, sus funciones inherentes, su ejer­cicio amoroso y responsable.

El Instituto Gino Germani (que depende de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires), publicó en mayo de 2006 un estudio realizado entre chicos y chicas de entre 15 y 21 años de toda la República Argentina, acerca de sus hábitos, gustos y conductas. El 82% de ellos dijo tener una mejor relación con su madre que con su padre. Una cifra que impugna, con la impiadosa frialdad de las cifras, el alboroto con que se anuncia por momentos a la "nueva pater­nidad". Una cifra que nos devuelve a la realidad. Se sigue de­legando en la madre lo esencial de la responsabilidad sobre los hijos. Han cambiado las madres, sí. Trabajan, proveen, circu­lan por el mundo externo. Lo hacen muchas veces "a lo macho", porque ese mundo externo (el de las profesiones, las fi­nanzas, la política, los negocios) se sigue rigiendo por las le­yes de la masculinidad tóxica. Y, además, ellas siguen cargan­do con la preocupación y los deberes centrales acerca de la crianza. La mayoría de los padres acude a esas tareas (escuela, médico, fiestas, etcétera) sólo cuando tiene tiempo (es decir, en un tiempo residual, secundario). Las madres fabrican ese tiempo y comparecen. Los relojes, agendas y calendarios de los padres varones tienen la misma rigidez del paradigma masculino tradicional. Y, con demasiada habitualidad, los hombres, aún los que parecen más sensibles a esta temática, se guarecen todavía debajo de ese paradigma.

Hay que decirlo con todas las letras: la masiva incorpora­ción de las mujeres al mundo del trabajo en los últimos trein­ta años, no ha sido acompañada por cambios tan profundos y complementarios en otros planos de la organización social. Así, más allá de casos individuales, que no marcan una tenden­cia, son ellas quienes tienen el problema real, cotidiano, de conciliar trabajo y crianza de los hijos. En una investigación al respecto publicada en la revista dominical del diario madrile­ño El País (21 de mayo de 2006), la directora general del bus­cador Google para España y Portugal, Isabel Aguilera, cuenta que, cuando viaja de Madrid a Barcelona por trabajo, suele lle­var consigo a su pequeño hijo y lo deja durante el día en una guardería. Su caso, según esa nota, parece ser el de muchas mujeres. No abundan los episodios en los cuales son los padres quienes cargan a sus hijos en viajes de trabajo y se las arreglan para ubicarlos (en lo personal, he investigado sin encontrar ninguno). Por otra parte las guarderías, en las empresas que las tienen, se organizan en función y a pedido de las madres, ja­más de los padres. En los marcos del paradigma que nos rige, para los hombres el trabajo es, en la gran mayoría de las situa­ciones, el que inclina la balanza cuando en el otro platillo es­tán los hijos. En la misma investigación del periódico español, la gerente de recursos humanos de Banesto, una importante institución financiera, cuenta algo que cualquiera de sus cole­gas de cualquier corporación en cualquier lugar del mundo puede refrendar: de 9.100 empleados, sólo cuatro varones pi­dieron licencia por paternidad (que la hay), y apenas uno soli­citó reducción de la jornada laboral para atender a su hijo. Es­to se acerca mucho más a la verdad de la paternidad contem­poránea que las imágenes mediáticas de padres cambiando pa­ñales o los buenos deseos de quienes confunden, a partir de ca­sos aislados, ilusiones con realidad.

La energía paterna es un nutriente vital para el crecimien­to, para la transformación en acto de las potencialidades de los hijos, para su consagración como seres autónomos y libres. Nada más lejos del concepto patriarcal atávico de apoderarse de los hijos y sofocarlos bajo el rigor de la exigencia y el temor (lo que muchos hombres hacen cuando se acuerdan de ocupar el lugar paterno). Una sociedad con ausencia de padre deviene en una sociedad maternizada en exceso. Esto es tan nocivo co­mo el exceso de paternidad autoritaria. Cuando ello ocurre hay hombres inseguros que desconfían de los otros hombres y temen a las mujeres, temor que ocultan tratando de halagarlas hasta la obsecuencia o de someterlas económica, social o sexualmente. Hombres bloqueados emocionalmente, que inten­tan disimular su inseguridad sobreactuando la dureza en los negocios, en la política, en el deporte, en la familia, en el sexo. La sociedad maternizada es una sociedad de mujeres abrumadas por la superposición de exigencias, de mujeres insatisfechas, demandantes de algo que los hombres de esta sociedad no pueden ofrecer (porque ni saben ni tienen). Es una sociedad de mujeres que desarrollan facetas de sí mis­mas, que se prueban autónomas y capaces, pero que están (con justicia) hambrientas de amor. Una sociedad materniza­da es una sociedad en la cual hay una energía ausente: la del padre. Y, como bien dice, Anselm Grün, "no sólo la familia necesita del padre, también la sociedad lo necesita. Y hoy ex­perimentamos una gran necesidad de padres en los que se pueda confiar". Así es en los hogares, así es en las institucio­nes, así es en las empresas, en los gremios, en los países. Abundan, todavía, los padres rabiosos o ausentes, duros o inaccesibles, recelosos o desorientados, culposos o competi­dores, "blandengues" (volviendo a Grün) o desentendidos. Faltan los padres guías, que apoyan, comprenden, nutren, generan alegría de vivir, de hacer, de sentir. Los padres que instrumentan, alientan y liberan.

Y la situación no admite más miradas distraídas ni poster­gaciones. Reinstalar, revivir la paternidad a partir de sus ele­mentos esenciales y perennes, es, para los hombres, una mane­ra de romper la coraza tóxica de los mandatos masculinos hegemónicos. Es darse una oportunidad única de desarrollarse como seres humanos compasivos y espiritualmente poderosos, es rescatarse del oscuro exilio emocional al que fueron culturalmente condenados. Los varones, que tanto gustan enfrentar desafíos, mostrar su potencia, su capacidad realizadora, su co­raje, tienen en el rescate de la paternidad una aventura incom­parable. No hay conquista física, no hay hazaña deportiva, no hay reto de ningún tipo que se le equipare. Es, en definitiva, la misma prueba que atravesó Ulises, el más grande de los hé­roes, quizás el primero. Partió como guerrero y regresó para re­cuperarse como padre. "Yo soy el padre que faltó en tu niñez. Yo soy él", le dice a su hijo Telémaco cuando regresa de su Odisea.

Si los hombres de hoy no quieren decir mañana esta dolorosa frase (no sólo a sus hijos, sino a sus mujeres y a la socie­dad que componen), no pueden perder unís tiempo. Se impo­ne terminar con Frases como "Mi hijo se me va de las manos", "No lo entiendo", "No sé qué hacer'] "Ocúpate vos", "No tengo tiempo", "No estay para más problemas", "Busquémosle un tera­peuta", "Pago una escuela cara para que se ocupen de él", "Soy así porque mi papá fue así conmigo". Aunque suene duro decirlo, son frases muy cobardes, para quienes, en otros campos de sus vidas, se jactan de ser valientes. Son las frases de quienes, ab­sorbidos por los mandatos de un paradigma tóxico, se desvelan por demostrar su masculinidad en los lugares menos pertinen­tes. Y, para colmo, eso que demuestran nada tiene que ver con lo más profundo, esencial y trascendente de la virilidad. Uno de los campos más auténticos, fundacionales, sanadores y fértiles en donde un varón adulto puede desplegar su hombría esencial, la verdadera, es en el ejercicio pleno de la paternidad. Sin la­mentos. Sin resentimientos. Sin vergüenzas. Sin pedir permiso.
Mientras esto no ocurra, el paradigma masculino tóxico nos habrá producido una herida irreversible.






Extraído de Masculinidad Tóxca, del mismo autor. Ediciones B