jueves, 12 de marzo de 2009

Hijos Huérfanos con Padres… ¿¡Vivos!?


Si las personas que van a convertirse en padres o madres tienen problemas con cuestiones como la autoridad, los lími­tes, el decir no, la toma de decisiones, el manejo del tiempo, la construcción y el respeto de una escala de valores clara­mente establecida, sería bueno que trabajaran en eso antes de tener un hijo, porque todo esto estará en juego cuando deban ejercer sus funciones. Si no tienen en claro cuál es el sentido de sus vidas, aquello que las hará significativas, acaso necesiten dedicarse a explorar esa cuestión antes de arrastrar a una vida nueva e indefensa en el torrente del vacío existencial.

Por Sergio Sinay

Extraído del libro “La Sociedad de los Hijos Huérfanos” . Ediciones B


Los adultos estamos siendo protagonistas, gestores, repro­ductores y responsables de esta crisis. Lo que resulta inadmisi­ble es sumar a los chicos a la misma. Escribo en plural sólo como una manera de dar énfasis y urgencia a la frase. No todos los adultos, sin embargo, están en el mismo lugar. Hay quienes trabajan duramente (con amor, con coraje, con dedi­cación y con fe) por otro tipo de vínculos humanos, por otro tipo de comunidad entre las personas, por una vida significa­tiva, mejor. Son padres, madres, docentes, pensadores, médi­cos, terapeutas, sacerdotes, pastores, rabinos, abuelos com­prometidos. Generan esperanza. Pero son una minoría. El modelo de vida, de vínculos humanos, de pensamiento, de política, de negocios, de pedagogía, de comunicación mediá­tica prevaleciente hoy, el que abarca a mayor cantidad de per­sonas, no deja de parir hijos huérfanos.

Consecuencias de la orfandad
Los hijos huérfanos de esta sociedad están siendo criados por la televisión basura, por los fabricantes de comida chatarra, por los productores de una tecnología vacía e inútil que discapacita para muchas funcio­nes de la vida cotidiana, están siendo criados por artilugios informáticos y cibernéticos que banalizan sus mentes, sus des­trezas de aprendizaje y sus habilidades para la comunicación humana real, están siendo dejados en manos (muchas veces, con excepciones honrosas) de mercaderes de la educación, están siendo librados a los dislates de ministros y funcionarios magisteriales que piensan de la única manera que saben, en términos proselitistas, demagógicos, populistas o de poder y acumulación, están siendo abandonados en total indefensión ante las estrategias perversas de diferentes mercadócratas dis­puestos a ahogarlos sin piedad en la marea consumista en la que ya hundieron a sus padres.

Mercadócratas cuya misión es generar lucro sin escrúpulos vendiendo desde teléfonos celula­res hasta zapatillas, desde videojuegos hasta psicofármacos (sí, para chicos), desde parques temáticos hasta fenómenos pseudoliterarios o alcohol a discreción, y así hasta el infinito. En el colmo del cinismo estos mercadócratas suelen ofrecer luego espacios de "reflexión" para los padres de esos hijos con los que ellos lucran sin escrúpulos morales.

Las consecuencias son estremecedoras. Violencia infantil y adolescente, obesidad infantil epidémica, drogadicción y alcoholismo a edades cada vez más bajas, notables índices de ignorancia en chicos y adolescentes respecto de cuestiones ele­mentales para saber en qué mundo viven y cómo se gestó ese mundo. Incultura galopante. Hay más: disloque de las relacio­nes filiales y parentales, por lo cual chicos que apenas han aprendido a limpiarse la cola o adolescentes incapaces de com­pletar exitosamente una simple operación aritmética toman decisiones en la familia o determinan acciones familiares (desde la compra de un auto a la elección de un lugar de vaca­ciones o el horario en que se apaga la televisión o en que todos los habitantes de la casa deben estar de regreso, o las compras del supermercado, por citar sólo algunas de las funciones que corresponderían a los padres o criadores).

Los hijos huérfanos crecen desde el punto de vista físico, pero no evolucionan ni maduran en los aspectos psíquico, emocional y espiritual. Se reproducen geométricamente. A veces se creen adultos, cuando no lo son, y provocan tragedias de todo tipo, privadas y públicas, y, en otros casos, se resisten enconadamente a avanzar junto con su edad, involucionan hacia adolescencias eternas.

Entonces vemos en un extremo pequeños irresponsables (hijos de grandes irresponsables) arro­llando personas al mando de ciclomotores en las playas o al volante de autos que los exceden en las calles y rutas. O encon­tramos tremendos adultos con pelos hasta en las orejas que se niegan a abandonar los hogares paternos, en donde los encuentran, cómodamente instalados, la mitad de su veintena e incluso la treintena y más. Podemos movernos por calles sembradas, en las madrugadas, de despojos de adolescentes alcoholizados y narcotizados. O circular entre pequeños depre­dadores que rompen por romper, pegan por pegar, burlan por burlar o ensucian por ensuciar, en un constante desafío públi­co que prolonga su conducta doméstica.


Deserción de padres
En estas escenas, y en tantas más, lo menos importante es la conducta de los chicos. Quedarse en apostrofarla sería un modo de matar al mensajero. Esos comportamientos dicen algo mucho más inquietante. Hablan de la deserción, de la abdicación masiva y continua de los padres, en primer lugar, y de los adultos, en general. Éste es el quid de la cuestión. Para que haya huérfanos tiene que haber ausencia de padres (si bien es mucho más notable la de los progenitores varones, me estoy refiriendo a padres y madres). Se trata de una ausencia que ya parece militante. Una ausencia persistente, repetitiva. Una ausencia que priva a los hijos de vivir la secuencia de experiencias que conducen a una evolución armónica hacia la madurez, una ausencia que los desorienta, los desordena, los priva de herramientas para construir una vida con propósitos, con significado, con sentido. Una ausencia que se escuda bajo decenas de excusas (el tiempo, el trabajo, "lo que vi en terapia", la necesidad de "mi propio crecimiento y mi propio espacio", el miedo a ser "autorita­rio", el consejo leído en el best-seller del último gurú pueri­cultor, etc.), pero que, en definitiva, no tiene justificación. Porque cuando la paternidad y la maternidad no se toman como elecciones responsables, se terminan por transformar, a la luz de los hechos, en infaustas casualidades biológicas.

Creo que cada uno de nosotros per­tenece a su tiempo, pero es fruto de tiempos pretéritos y semi­lla de los que vendrán. Si seguimos produciendo hijos huérfa­nos, seremos responsables de una próxima e inmediata socie­dad huérfana. Esa orfandad no comienza cuando nuestros hijos se desinteresan de su origen y se despreocupan de lo que viene, sino cuando nosotros nos desentendemos de ellos.

Las consecuencias de este desentendimiento son aciagas y no están ocultas, sino que desfilan de un modo dramático ante nuestros ojos. La única manera de no verlas es cerrándo­los, y clausurando además nuestros oídos, obnubilando nues­tras mentes y tapiando nuestro corazón. Insisto: no hay justi­ficativo. Y, sin embargo, las excusas brotan con una facilidad, una abundancia y una ligereza que asustan. Hablamos de seres humanos en formación, de vidas traídas a la vida para desa­rrollar sus mejores potencialidades. Hablamos de seres frágiles que necesitan guía, acompañamiento, ordenamiento, referen­cias, límites, fertilización. Necesitan presencia, presencia acti­va y rectora. Necesitan padres que asuman la responsabilidad de serlo, que ejerzan su rol con amoroso coraje, con convenci­da iniciativa. No se puede delegar la crianza de los hijos ni su educación, no se puede dejarla a cargo de un piloto automáti­co, de la suerte, de la voluntad, de los gustos, de las experi­mentaciones de otros. Los hijos no llegan a nuestra vida para llenar un casillero (el casillero que dice "padre" o "madre" y que nos dará puntos en el juego de los mandatos sociales y familiares).
No deberíamos decidir tener un hijo como quien decide comprarse un auto, una casa o un plasma. Los hijos no son corchos que tapan agujeros, o no debieran serlo.



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