domingo, 22 de marzo de 2009

LOS SIETE PECADOS CAPITALES DE LOS EDUCADORES


Por Augusto Cury




Augusto Cury es médico psiquiatra en ejercicio desde 1980. Sus ideas pioneras en psicología educativa se han adoptado como cursos de posgrado en 15 universidades de Brasil. Dirige la Escola de Inteligencia en el interior rural del estado de Sao Paulo, un centro académico sobre "psicología preventiva" para maestros y profesionales de la salud mental. Si desea más información sobre su trabajo puede visitar http://www.escoladeinteligencia.com.br/



1. Corregir en público
Corregir en público a una persona es el primer pe­cado capital de la educación. Un educador jamás de­bería exponer el defecto de una persona, por grave que sea, ante los otros. La exposición pública produce hu­millación y traumas complejos difíciles de superar. Un educador debe valorar más a la persona que se equivoca que al error de la persona.
Los padres y los maestros sólo deben intervenir pú­blicamente cuando un joven ofendió o hirió a alguien en público. Aun así, deben actuar con prudencia para no agregar más leña al fuego de las tensiones.
Había una adolescente de doce años, viva, inteli­gente, sociable, que estaba un poco obesa. Aparente­mente ella no tenía problema con su obesidad. Era una buena alumna, participativa y respetada entre sus com­pañeros.
Cierta vez, su vida sufrió un gran cambio. Le fue mal en una prueba. Buscó a la maestra y objetó su ca­lificación. La maestra, que estaba irritada por otros mo­tivos, le propinó un golpe mortal que modificó para siempre su vida, al llamarla "gordita poco inteligente" delante de sus compañeros.
Corregir a alguien en público ya es grave, humillar es dramático. Los compañeros se burlaron de ella. Se sintió disminuida, inferiorizada, y lloró. Vivió una ex­periencia con alto volumen de tensión que quedó re­gistrada privilegiadamente en el centro de la memoria, en la memoria de uso continuo (MUC).
Si imaginamos la memoria como una gran ciudad, el trauma original producido por la humillación de la maestra fue como una choza edificada en un bello ba­rrio. La joven leyó continuamente el archivo que conte­nía ese trauma y que le produjo millares de pensamien­tos y reacciones emocionales de contenido negativo, que a su vez quedaron registrados, y expandieron la estruc­tura del trauma. De este modo, una "choza" en la me­moria puede contagiar un archivo entero.
Por lo tanto, no es el trauma original lo que se con­vierte en el gran villano de la salud psíquica, como Freud creía, sino su realimentación. Cada gesto hostil de las otras personas era relacionado por la adolescen­te con su trauma. Con el transcurso del tiempo, ella produjo millares de chozas. Donde había un bello ba­rrio en el inconsciente se fue creando un terreno de­solado.
Los adolescentes deben sentirse atractivos, aun si son obesos, portadores de un defecto físico, o si su cuerpo no responde a los patrones de belleza transmi­tidos por los medios. La belleza está en los ojos de quien ve.
Pero, lamentablemente, los medios arrasaron a los jóvenes al definir qué es la belleza en su inconsciente. Cada imagen de las modelos en las tapas de las revistas, en las publicidades y en los programas de televi­sión queda registrada en la memoria, y forma matrices que discriminan a quienes quedan fuera del patrón. Este proceso aprisiona a los jóvenes, incluso a los más saludables. Cuando están ante el espejo, ¿qué obser­van? ¿Sus cualidades o sus defectos? Frecuentemente, sus defectos. Los medios aparentemente tan inofensi­vos discriminan a los jóvenes del mismo modo que a las personas de raza negra que fueron y todavía siguen siendo discriminadas.
Me gustaría que ustedes no olvidaran que es a tra­vés de este proceso que un rechazo se transforma en un monstruo, un educador tenso se convierte en ver­dugo, un ascensor se vuelve un cubículo sin aire, un vejamen público paraliza la inteligencia y genera el miedo de exponer las ideas.
La adolescente de nuestra historia empezó a obs­truir cada vez más su memoria por la baja autoestima y un sentimiento de incapacidad. Dejó de sacar notas buenas. Cristalizó una mentira: que no era inteligen­te. Tuvo varias crisis depresivas. Perdió el gusto por la vida. A los dieciocho años, intentó suicidarse.
Afortunadamente no murió. Buscó tratamiento y logró superar el trauma. Esta joven no quería poner fin a su vida. En el fondo, como toda persona depresiva, ella tenía hambre y sed de vivir. Lo que quería era des­truir su dramático dolor, desesperación y sentimiento de inferioridad.
Llamar la atención o señalar en público un error o defecto de jóvenes y adultos puede generar un trau­ma imborrable que los controlará durante toda la vida. Aunque los jóvenes los decepcionen, no los hu­millen. Aunque les provoquen un gran enojo, traten de llamarlos aparte y corregirlos. Pero, sobre todo, es­timulen a los jóvenes a reflexionar. Quien estimula la reflexión es un artesano de la sabiduría.

2. Manifestar autoridad con agresividad.
Cierto día, descontento con la reacción agresiva de su padre, un hijo le levantó la voz. El padre se sintió ofendido y le pegó. Le dijo que nunca le debería ha­blar de ese modo. A los gritos, afirmó que quien man­daba en esa casa era él, que era él el que lo mantenía. El padre impuso su autoridad con violencia. Se ganó el temor del hijo, pero perdió para siempre su amor.
Muchos padres se agreden y critican delante de los hijos. Cuando estemos ansiosos e incapacitados para conversar, lo mejor es salir de la escena. Vaya a su ha­bitación y haga otra cosa, hasta lograr abrir las venta­nas de la memoria y poder tratar con inteligencia los asuntos polémicos.
Sin embargo, no hay parejas perfectas. Todos co­metemos excesos delante de los hijos, todos nos estresamos. La persona más tranquila tiene sus momentos de ansiedad e irracionalidad. Por lo tanto, si bien es deseable, no es posible evitar todas las fricciones de­lante de los hijos. Lo importante es el destino que da­mos a nuestros errores.
El mismo principio sirve para los maestros. Cuan­do damos un espectáculo agresivo delante de los niños, debemos pedir disculpas, no sólo a nuestro cón­yuge, sino también a los niños, por la manifestación de intolerancia que vieron. Si tenemos valor para equi­vocarnos, debemos tener el coraje de corregir nuestro error.
Una persona autoritaria no siempre es bruta y agre­siva. A veces su violencia está disfrazada con una de­licada inmutabilidad y tozudez. Nadie cambia su opi­nión. Si insistimos en mantener nuestra autoridad a cualquier costo, estaremos cometiendo un pecado ca­pital en la educación de nuestros hijos. Nuestro auto­ritarismo controlará su inteligencia.
Nuestros hijos podrán reproducir nuestras reaccio­nes en el futuro. Por otra parte, observe que acostum­bramos reproducir los comportamientos de nuestros padres que más condenamos en nuestra infancia. El registro silencioso no trabajado crea moldes en lo ocul­to de nuestra personalidad.
Algunos hijos, cuando están irritados, apuntan los errores de los padres y los provocan. ¡Cuántos padres pierden el amor de sus hijos porque no saben dialogar cuando ellos los desafían! Tienen miedo de que el diá­logo les robe la autoridad. No quieren ser cuestiona­dos. Algunos padres odian cuando sus hijos hacen comentarios sobre sus fallas. Parecen intocables. Reac­cionan con violencia. Imponen una autoridad que so­foca la lucidez de los hijos. Están formando personas que también reaccionarán con violencia.
Los padres que imponen su autoridad son aquellos que tienen recelo de sus propias fragilidades. Los lími­tes deben ser colocados, pero no impuestos. Algunos límites, como comenté, son innegociables, porque comprometen la salud y la seguridad de los hijos, pe­ro incluso en estos casos se debe hacer una mesa re­donda con los hijos y dialogar sobre los motivos de es­tos límites.
En estos veinte años atendiendo innúmeros pacien­tes, descubrí que ciertos padres eran superamados por sus hijos. Ellos no les pegaban, no eran autoritarios, no les dieron bienes materiales ni tenían privilegios so­ciales. ¿Cuál fue su secreto? Se dieron a sus hijos, edu­caron la emoción de sus hijos, cruzaron su mundo con el mundo de ellos. Vivieron naturalmente, incluso sin conocer los principios que comenté sobre los padres brillantes.
El diálogo es una herramienta educacional insus­tituible. Debe haber autoridad en la relación padre -hijo y maestro-alumno, pero la verdadera autoridad se conquista con inteligencia y amor. Padres que be­san, que elogian y estimulan a sus hijos a pensar des­de pequeños no corren el riesgo de perderlo y de per­der su respeto.
No debemos tener miedo de perder nuestra autoridad, debemos tener miedo de perder a nuestros hijos.



3. Ser excesivamente crítico: obstruir la infancia del niño.
Había un padre preocupadísimo por el futuro de su hijo. Quería que él fuera ético, serio y responsable. El niño no podía cometer errores, ni excesos. No po­día jugar, ensuciarse y hacer travesuras como todos los niños. Tenía muchos juguetes, pero quedaban guarda­dos, porque el padre, con el aval de la madre, no ad­mitía el desorden.
Cada falla, mala nota o actitud insensata del hijo eran criticadas inmediatamente por el padre. No era sólo una crítica, sino una secuencia de críticas y, a ve­ces, delante de los amigos del hijo. Su crítica era ob­sesiva e insoportable. Como si eso no bastara, querien­do presionar al hijo para que se corrigiera, el padre comparaba su comportamiento con el de otros jóve­nes. El niño se sentía el más despreciado de los seres. Pensó hasta en renunciar a la vida, por creer que no era amado por sus padres.
¿El resultado? El hijo creció y se convirtió en un buen hombre. Se equivocaba poco, era serio, ético, pe­ro infeliz, tímido y frágil. Entre él y sus padres había un abismo. ¿Por qué? Porque no había la magia de la ale­gría y de la espontaneidad entre ellos. Era una familia ejemplar, pero triste y sin sabor. El hijo no sólo era tí­mido, sino una persona frustrada. Tenía pavor de la crí­tica ajena. Tenía miedo de equivocarse, y por eso ente­rraba sus sueños, no quería correr riesgos.
Con el propósito de obrar bien, el padre cometió algunos pecados capitales de la educación. Impuso au­toridad, humilló a su hijo en público, lo criticó exce­sivamente y obstruyó su infancia. Este padre estaba preparado para arreglar computadoras, y no para edu­car a un ser humano. Cada uno de estos pecados ca­pitales es universal, pues son un problema tanto en una sociedad moderna como en una tribu primitiva. No critique excesivamente. No compare a su hijo con sus compañeros. Cada joven es un ser único en el teatro de la vida. La comparación sólo es educativa cuando es estimulante y no despreciativa. Dé a sus hijos libertad para tener sus propias experiencias, aunque esto inclu­ya ciertos riesgos, fracasos, actitudes tontas y sufri­mientos. De lo contrario, ellos no encontrarán sus ca­minos.
La peor manera de preparar a los jóvenes para la vi­da es ponerlos en un invernadero e impedirles equivocar­se y sufrir. Los invernaderos son buenos para las plan­tas, pero para la inteligencia humana son sofocantes. El Maestro de los maestros tiene lecciones impor­tantísimas para darnos en esta área. Sus actitudes edu­cacionales fascinan a los más lúcidos científicos. Él dijo cierta vez que Pedro lo negaría. Pedro discrepó vehementemente. Jesús podría haberlo criticado, se­ñalar sus defectos, acusar su fragilidad. ¿Pero cuál fue su actitud? Ninguna.
No hizo nada para cambiar las ideas del amigo. De­jó que el joven apóstol Pedro tuviera sus experiencias. ¿El resultado? Pedro se equivocó drásticamente, derra­mó incontenibles lágrimas, pero aprendió lecciones inolvidables. Si no se hubiera equivocado y reconoci­do su fragilidad, tal vez jamás habría madurado y no habría sido quien fue. Pero, como falló, aprendió a to­lerar, a perdonar, a incluir.
Estimados educadores, debemos tener en mente que los débiles condenan, los fuertes comprenden, los débiles juzgan, los fuertes perdonan. Pero no es posible ser fuerte sin percibir nuestras limitaciones.

4. Castigar cuando se está enojado y poner límites sin dar explicaciones.
Cierta vez una niña de ocho años paseaba por un Shopping cercano a su escuela con algunas amigas. Al ver dinero sobre un mostrador, lo tomó. La empleada la vio y la llamó ladrona. Tomándola del brazo, la lle­vó llorando hasta donde estaban sus padres.
Los padres se desesperaron. Algunas personas que estaban por allí esperaban que le pegaran y que casti­garan a la hija. En cambio, decidieron buscarme para saber cómo actuar. Temían que la niña desarrollara cleptomanía y que se apropiara de objetos que no le pertenecían.
Orienté a los padres para que no hicieran un dra­ma con el asunto. Los niños siempre cometen errores, y lo importante es qué hacer con ellos. Mi preocupa­ción era llevarlos a conquistar a su dulce hija y no a castigarla. Los orienté para que la llamaran aparte y le explicaran las consecuencias de su acto. En seguida, les pedí que la abrazaran, pues ella ya estaba muy con­movida con lo sucedido.
Además, les dije que si ellos querían transformar el error en un gran momento educacional, deberían te­ner reacciones inolvidables. Los padres pensaron y tu- vieron un gesto inusitado. Como el valor era pequeño, le dieron a la niña el doble del dinero hurtado y le de­mostraron elocuentemente que ella era más importan­te para ellos que todo el dinero del mundo. Le expli­caron que la honestidad es la dignidad de los fuertes.
Esta actitud la llevó a reflexionar. En vez de resul­tar archivados en la memoria el hecho de ser ladrona y un castigo agresivo de los padres, quedaron registra­dos en la memoria recepción, comprensión y amor. El drama se transformó en un romance. La joven nunca se olvidó de que, en un momento tan difícil, sus pa­dres le enseñaron y la amaron. Cuando cumplió quin­ce años, abrazó a sus padres, diciéndoles que nunca se había olvidado de aquel momento poético. Todos rie­ron. No quedó cicatriz.
Otro caso no tuvo el mismo destino. Un padre fue llamado a la comisaría porque el guardia de seguridad había visto a su hijo robando un CD en un local de un centro comercial. El padre se sintió humillado. No vio la angustia del muchacho y el hecho de que la falla pu­diera ser una excelente oportunidad para revelar su madurez y sabiduría. En lugar de eso, abofeteó al hijo delante de los guardias.
Al llegar a casa, el joven se encerró en su cuarto. El padre intentó tirar la puerta abajo, porque se dio cuen­ta de que el hijo estaba intentando matarse. En una ac­ción irreflexiva, renunció a la vida, creyéndose el últi­mo de los seres humanos. El padre habría dado todo lo que tenía para volver atrás, pues jamás pensó que perdería a su hijo querido.
Por favor, jamás castigue con ira. Como dije, no so- mos gigantes, y en los treinta primeros segundos de ra­bia somos capaces de herir a las personas que más amamos. No se deje esclavizar por su ira. Cuando sien­ta que no puede controlarla, salga de la escena, pues de lo contrario usted reaccionará sin pensar.
El castigo físico debe evitarse. Si algunas palmadas tienen lugar, deben ser simbólicas y acompañadas de una explicación. No es el dolor de las palmadas lo que estimulará la inteligencia de los niños y los jóvenes. El mejor modo de ayudarlos es llevarlos a repensar sus actitudes, penetrar dentro de sí mismos y aprender a colocarse en el lugar de los otros.
Al practicar esta educación, usted estará desarro­llando las siguientes características en la personalidad de los jóvenes: liderazgo, tolerancia, prudencia, segu­ridad en los momentos turbulentos.
Si un joven lo lastimó, hable de sus sentimientos con él. Si es preciso, llore con él. Si su hijo falló, dis­cuta las causas de su falla, déle crédito. La madurez de una persona se revela por el modo inteligente con que corrige a alguien. Podemos ser héroes o verdugos pa­ra los jóvenes.
jamás ponga límites sin dar explicaciones. Es éste uno de los pecados capitales más comunes que los educa­dores cometen, sean ellos padres o maestros. En los momentos de ira, la emoción tensa bloquea los cam­pos de la memoria. Perdemos la racionalidad. ¡Detén­gase! Espere que la temperatura de su emoción baje. Para educar, use primero el silencio y después las ideas.
El mejor castigo es aquel que se negocia. Pregunte a los jóvenes lo que ellos merecen por sus errores. ¡Us- ted se sorprenderá! Ellos reflexionarán sobre sus acti­tudes y tal vez, se darán un castigo más severo a sí mis­mos del que usted aplicaría. Confíe en la inteligencia de los niños y los adolescentes.
Sancionar con castigos, privaciones y límites sólo educa si no es en exceso y si estimula el arte de pen­sar. De lo contrario, será inútil. El castigo sólo es útil cuando es inteligente. El dolor por el dolor es inhuma­no. Cambie sus paradigmas educacionales. Elogie al jo­ven antes de corregirlo o criticarlo. Dígale lo importante que es él, antes de señalarle el defecto. ¿La consecuen­cia? Él recibirá mejor sus observaciones y lo amará pa­ra siempre.

5. Ser impaciente y desistir de educar.
Había un alumno muy agresivo e inquieto. Pertur­baba la clase y creaba frecuentemente problemas. Era insolente, desobedecía a todos. Repetía los mismos erro­res con frecuencia. Parecía incorregible. Los maestros no lo soportaban. Pensaron en expulsarlo.
Antes de la expulsión, entró en escena un maestro que resolvió apostar por el alumno. Todos opinaron que era una pérdida de tiempo. Aun sin el apoyo de sus colegas, él empezó a conversar con el joven en los recreos. Al principio era un monólogo, sólo el maes­tro hablaba. De a poco, empezó a conquistar al alumno, a jugar y a llevarlo a tomar helado. Maestro y alum­no construyeron un puente entre sus mundos. ¿Usted ya construyó alguna vez un puente como éste con las personas difíciles?
El maestro descubrió que el padre del muchacho era alcohólico y que les pegaba tanto a él como a la madre. Comprendió que el joven, aparentemente in­sensible, ya había llorado mucho, y que ahora se ha­bía quedado sin lágrimas. Entendió que su agresividad era una reacción desesperada del que estaba pidiendo ayuda. Sólo que nadie descifraba su lenguaje. Sus gri­tos no eran escuchados. Era mucho más fácil juzgarlo.
El dolor de la madre y la violencia del padre pro­dujeron zonas de conflicto en la memoria del mucha­cho. Su agresividad era un eco de la agresividad que recibía. Él no era un reo, era una víctima. Su mundo emocional no tenía colores. No le dieron el derecho de jugar, sonreír y ver la vida con confianza. Ahora, esta­ba perdiendo el derecho de estudiar, de tener la única oportunidad de ser un gran hombre. Estaba por ser ex­pulsado.
Al tomar conocimiento de la situación, el maestro empezó a ganárselo. El joven se sintió querido, apoya­do y valorizado. El maestro empezó a educar su emo­ción. Se dio cuenta, ya en los primeros días, que de­trás de cada alumno distante, de cada joven agresivo, hay un niño que necesita afecto.
No pasaron muchas semanas para que todos que­daran sorprendidos con el cambio. El muchacho in­disciplinado empezó a respetar. El muchacho agresivo empezó a ser afectuoso. Creció y se convirtió en un adulto extraordinario. Y todo esto porque alguien no renunció a él.
Todos quieren educar jóvenes dóciles, pero son los que nos frustran los que prueban nuestra calidad de educadores. Son los hijos complicados los que ponen a prueba la grandeza de su amor. Los alum­nos insoportables los que ponen a prueba su huma­nismo.
Los padres brillantes y los maestros fascinantes no desisten de los jóvenes, aunque ellos los decepcionen y no les den una devolución inmediata. La paciencia es su secreto, la educación del afecto es su meta.
Me gustaría que ustedes se convenzan de que los jóvenes que más los decepcionan hoy podrán ser los que les darán más alegrías en el futuro. Basta con in­vertir en ellos.

6. No cumplir su palabra.
Había una madre que no sabía decir "no" a su hi­jo. Como no soportaba los reclamos, rabietas y agita­ción del niño, quería atender a todas sus necesidades y pedidos. Pero no siempre lo lograba, y, para evitar trastornos, prometía lo que no podía cumplir. Tenía miedo de frustrar al hijo.
Esta madre no sabía que la frustración es importan­te para el proceso de formación de la personalidad. Quien no aprende a lidiar con pérdidas y frustraciones nunca madurará. La madre evitaba trastornos momen­táneos con el hijo, pero no sabía que le estaba prepa­rando una trampa emocional. ¿Cuál fue el resultado?
El hijo perdió el respeto por su madre. Pasó a ma­nipularla, explotarla y a discutir intensamente con ella. La historia es triste, pues el hijo sólo valorizaba a la madre por lo que ella tenía y no por lo que era.
En su fase adulta, este niño tuvo graves conflictos. Por haber pasado la vida viendo a la madre mintiendo y no cumpliendo su palabra, proyectó en el ambiente social una desconfianza fatal. Desarrolló una emoción insegura y paranoica, le parecía que todo el mundo quería engañarlo y serrucharle el piso. Tenía ideas persecutorias, no lograba hacer amistades estables, ni du­raba en los empleos.
Las relaciones sociales son un contrato firmado en el escenario de la vida. No lo rompa. No disimule sus reacciones. Sea honesto con los jóvenes. No cometa es­ta falla capital. Cumpla lo que promete. Si no puede, diga "no" sin miedo, aunque su hijo patalee. Y si usted se equivoca en esta área, vuelva atrás y pida disculpas. Las fallas capitales en la educación pueden solucionar­se cuando se corrigen rápidamente.
La confianza es un edificio difícil de construir, fácil de demoler y muy difícil de reconstruir.

7. Destruir la esperanza y los sueños.
El mayor pecado capital que los educadores pue­den cometer es destruir la esperanza y los sueños de los jóvenes. Sin esperanza no hay camino, sin sueños no hay motivación para caminar. El mundo puede de­rrumbarse sobre una persona, ella puede haber perdi­do todo en la vida, pero si tiene esperanza y sueños, tiene brillo en los ojos y alegría en el alma.
Había cierto padre muy ansioso. Tenía una eleva­da cultura académica. En su universidad todos lo res­petaban. Mostraba seriedad, elocuencia y perspicacia en decisiones que no involucraban emoción. Sin em­bargo, cuando lo contrariaban, bloqueaba su memo­ria y reaccionaba agresivamente. Eso sucedía sobre to­do cuando llegaba a casa. En su trabajo era sobrio, pero en la casa era un hombre insoportable.
No tenía paciencia con sus hijos. No toleraba la más mínima decepción. Cuando se enteró de que uno de ellos había comenzado a drogarse, sus reacciones, que ya eran malas, se volvieron peores. En vez de abra­zarlo, ayudarlo y animarlo, pasó a destruir la esperanza del hijo. Le decía "No vas a ser nada en la vida", "Ter­minarás siendo un marginal". El comportamiento del padre deprimía todavía más al hijo y lo llevaba más hondamente al calabozo de las drogas. Lamentablemente el padre no se detenía. Ade­más de destruir la esperanza del muchacho, le obstruía los sueños, bloqueaba su capacidad de encontrar días felices. Le decía: "Tú no tienes remedio", "Sólo me das disgustos".
A algunas personas íntimas de este padre les pare­cía que tenía doble personalidad. Pero desde el punto de vista científico no existe la doble personalidad. Lo que existen son dos campos distintos de lectura de la memoria leídos en ambientes distintos, que dan lugar a una producción de pensamientos y reacciones com­pletamente distintos.
Muchas personas son un cordero con los de afue­ra y un león con los miembros de la familia. ¿Por qué esta paradoja? Porque, con los de afuera, se frenan y no abren ciertas zonas oscuras de la memoria, o sea, los archivos que contienen zonas de conflictos. Con los más íntimos, estas personas pierden el freno de lo consciente y abren las zonas oscuras del inconsciente. En este momento afloran la rabia, la insensatez, la crí­tica obsesiva.
Este mecanismo está presente, en mayor o menor grado, en todas las personas, incluso en las más sen­satas. Todos tenemos tendencia a herir a las personas que amamos. Pero no podemos aceptar esto. Si no, co­rremos el riesgo de destruir los sueños y la esperanza de las personas que nos son más queridas.
Los jóvenes que pierden la esperanza tienen enor­mes dificultades para superar sus conflictos. Los que pierdan sus sueños serán opacos, no brillarán, gravi­tarán siempre alrededor de sus miserias emocionales y sus derrotas. Creer en el más bello amanecer después de la más turbulenta noche es fundamental para tener salud psíquica. No importa el tamaño de nuestros obstácu­los, sino el tamaño de la motivación que tengamos para su­perarlos.
Uno de los mayores problemas en la psiquiatría no es la gravedad de la enfermedad, sea ésta una depre­sión, fobia, ansiedad o fármacodependencia, sino la pasividad del yo. Un yo pasivo, sin esperanza, sin sue­ños, deprimido, resignado a sus aflicciones, podrá car­gar con sus problemas hasta la tumba. Un yo activo, dispuesto, osado, puede aprender a gerenciar los pen­samientos, reeditar la película del inconsciente y ha­cer cosas que superen nuestra imaginación.
Los psiquiatras, los médicos clínicos, los maestros y los padres son vendedores de esperanza, mercaderes de sueños. Una persona sólo comete suicidio cuando sus sueños se evaporan, cuando su esperanza se disi­pa. Sin sueños no hay aliento emocional. Sin esperanza no hay coraje para vivir.




Texto extraído del libro de Augusto Curi :


"Padres brillantes, Maestros fascinantes", editorial Zenith

3 comentarios:

  1. Conmovedor lo de Cury
    Cuánto tenemos por aprender! Cuanto tenemos por madurar! Y que oportunidad dorada tenemos de poder hacerlo. Nuestros padres no tuvieron esa oportunidad. La palabra reflexión no figuraba en sus diccionarios y no tenían ni estos bellos materiales ni los mas bellos ejemplos de vida que nosotros sí tenemos. Y en función de esto , tal oportunidad se convierte en deber. Debemos caminar en esa dirección. Gracias por acercarnos material tan valioso.
    Como aspirante a ejercer la paternidad con madurez : muchas gracias.

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  2. yo no sigo nada........... solose que no se nadaaaaaa jajajajaja

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  3. MUY BUENO, MUCHAS GRACIAS POR LA INFORMACION, ES MUY REFLEXIVO

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