viernes, 27 de marzo de 2009

Que hacemos con Nuestros Sufrimientos Psicológicos.




Por Judú Krishnamurti




Extraído del libro: “El estado creativo de la mente”. Ed. Kier.




La vida nos parece demasiado vasta, demasiado vertiginosa para nosotros, y nuestras perezosas mentes, nuestra lenta manera de pensar, los hábitos a que nos hemos acostumbrado, crean invariablemente una contradicción dentro de nosotros; y tratamos de dictar condiciones a la vida. Y gradualmente, al continuar y aumentar esta contradicción y conflicto, nuestras mentes se vuelven más y más embotadas.


El valor de una mente sencilla
Es muy difícil pensar directamente, ver las cosas con claridad y seguir lo que vemos hasta el fin mismo, con lógica, razonadamente, con cordura. Es muy difícil ser claros y por lo tanto sencillos. No me refiero a la sencillez de las vestiduras exteriores, de las pocas posesiones; sino que me refiero a una sencillez interior. Creo que es indispensable el que abordemos con sencillez un problema muy complejo, como el del sufrimiento. De modo que, antes de abordar el dolor, tenemos que ver muy claramente lo que queremos decir con la palabra ‘sencillo’.

Ante todo, creo que para descubrir por uno mismo la manera de pensar sencilla y directamente, las definiciones y las explicaciones son realmente perjudiciales. La definición en palabras no hace sencilla a la mente, y las explicaciones no producen claridad de percepción. Por eso, me parece que tiene uno que darse cuenta cabalmente de la esclavitud a las palabras, aunque tenga también que darse cuenta de que es necesario utilizar palabras para la comunicación. Pero lo que se comunica no es meramente la palabra; la comunicación está más allá de la palabra; es un sentir, un ver, que no puede ponerse en palabras. Una mente en realidad sencilla no significa una mente ignorante. Mente sencilla es la que está libre para seguir todas las sutilezas, los matices, los movimientos de un hecho dado. Y para hacer esto, la mente tiene, por cierto, que estar libre de la esclavitud a las palabras. Semejante libertad produce una austeridad de sencillez. Cuando existe esa sencillez de enfoque, creo que entonces podemos percibir directamente y tratar de comprender lo que es el dolor.

Vayan al Oriente, a la India, a Asia, a África, y verán mucho dolor, dolor físico, hambre, degradación, pobreza. Esa es una clase de dolor. Vengan al mundo moderno, y todos están ocupados decorando la prisión exterior, enormemente ricos, prósperos, pero también ellos son muy pobres interiormente, muy vacíos; ahí también hay dolor.

Creo que la sencillez de la mente y el dolor están relacionados. Por cierto, vivir en el dolor a lo largo de nuestros días es, para decirlo con suavidad, la cosa más insensata que se puede hacer. Vivir en conflicto, en frustración, siempre enredados en el temor, en la ambición, presos del afán de realizar, de tener éxito, vivir toda una vida en ese estado me parece inútil e innecesario por completo. Y para estar libres del dolor, creo que debemos abordar muy sencillamente este complejo problema.

Son las evasiones las que producen dolor
Tenemos el dolor psicológico. Mi hermano, mi hijo, ha muerto, se ha ido. Ninguna teorización, explicación, creencia o esperanza me lo devolverá jamás. La implacable e inflexible realidad es el hecho de que se ha ido. Y el otro hecho es que yo me siento solo, porque él se ha ido. Éramos amigos, conversábamos, retamos, disfrutábamos juntos, y la compañía ha cesado y he quedado solo. La soledad es un hecho, y la muerte es un hecho. Me veo obligado a aceptar el hecho de su muerte, mas no acepto el hecho de estar solo en el mundo. Empiezo, pues a inventar teorías, esperanzas, explicaciones, como una evasión del hecho, y son las evasiones las que producen dolor, no el hecho de que yo esté solo, no el hecho de que mi hermano haya muerto. El hecho nunca puede traer dolor, y creo que es muy importante comprender esto, si es que la mente ha de quedar real y totalmente, por completo, libre de dolor. Creo que sólo es posible estar libre del dolor cuando la mente ya no busca explicaciones y escapes, sino que se enfrenta con el hecho. No sé si alguna vez han intentado hacer esto.

Sabemos lo que es la muerte y el miedo extraordinario que ella evoca. Es un hecho que moriremos, cada uno de nosotros, nos guste o no. Por eso racionalizamos la muerte o escapamos hacia las creencias ‑karma, reencarnación, resurrección, etc.- y por lo tanto mantenemos el miedo y huimos del hecho. Y la cuestión es si la mente está de veras interesada en llegar hasta el fin mismo y en descubrir si es posible estar total y completamente libre de dolor, no con el tiempo, sino en el presente, ahora.

He estado hablando esta mañana más o menos media hora sobre el dolor y la manera de librarse de él. ¿Los ayudo? ¿Realmente los ayudo en el sentido de que se libran de él, de no llevarlo con ustedes un día más, de estar totalmente libres de dolor? ¿Es que los ayudo? No lo creo. Por cierto tienen que hacer todo el trabajo ustedes mismos. Yo sólo estoy señalando. El poste indicador no tiene valor, en el sentido de que no sirve de nada el sentarse allí a leer eternamente el letrero. Tienen que hacer frente a la soledad y llegar hasta el fin mismo de ella, de todo lo implicado en ella. ¿Puedo yo ser de ayuda para el dolor del mundo? No sólo conocemos nuestra propia angustia y desesperación, sino que también la vemos en los rostros de otros. Podemos señalar la puerta por la que hay que pasar para estar libres, pero la mayoría de las personas quieren ser llevadas a través de esa puerta. Adoran a aquel de quien creen que los llevará; lo convierten en un salvador, un Maestro, cosas todas que son pura necedad.

Así pues, ¿puede cada uno de nosotros hacer frente al hecho, con inteligencia y sensatez? ¿Puedo hacer frente al hecho de que mi hijo, mi hermano, mi hermana, mi marido o esposa, quien fuere, ha muerto, y que yo estoy solo, sin escapar de esa soledad hacia las explicaciones, las ingeniosas creencias, las teorías, etc.? ¿Puedo yo observar el hecho, sea el que fuere: que carezco de talento, que soy una persona torpe y necia, que estoy solo, que mis creencias, mis estructuras religiosas, mis valores espirituales, son simplemente otras tantas defensas? ¿Puedo ver estos hechos sin buscar modos y medios de escapar? ¿Es ello posible?


¿Problemas de educación?
Creo que sólo es posible cuando a uno no le interesa el tiempo, el mañana. Nuestras mentes son perezosas y por eso siempre estamos pidiendo tiempo ‑tiempo para vencer esto, tiempo para mejorar. El tiempo no disipa el dolor. Puede ser que olvidemos un particular sufrimiento, pero allí está siempre el dolor, en lo profundo. Y creo que es posible eliminar enteramente el dolor en si, no mañana, no en el transcurso del tiempo, sino ver la realidad en el presente, y trascenderla.

Creo que la acertada educación entra en esto; y nuestra educación no ha sido correcta; se nos ha enseñado a pensar en términos de competencia, en términos de comparación. Me pregunto si uno realmente comprende, si en realidad ve directamente al comparar. ¿O es que uno sólo ve claramente, con sencillez, cuando la comparación ha cesado? Por cierto, uno sólo puede ver con claridad cuando la mente ya no es ambiciosa, ya no está tratando de ser o de llegar a ser algo ‑lo que no quiere decir que uno haya de estar satisfecho de lo que uno es. Creo que se puede vivir sin comparación, sin compararse uno con otro, sin comparar lo que somos con lo que deberíamos ser. El hacer frente a ‘lo que es’ sin cesar, barre por completo todas las evaluaciones comparativas, y creo que de ese modo puede uno eliminar el dolor. Creo que es muy importante que la mente esté libre del dolor, porque entonces la vida tiene un sentido totalmente diferente.

Vivir sin refugio
Otra de las infortunadas cosas que hacemos es buscar bienestar, no sólo físico, sino también psicológico. Queremos refugiarnos en una idea, y cuando esa idea falla nos desesperamos, lo que también engendra dolor. La cuestión, pues, es ésta: ¿Puede la mente vivir, funcionar, estar sin ningún amparo, sin ningún refugio? ¿Puede uno vivir de día en día, enfrentando cada hecho como surge y sin jamás buscar un escape, haciendo frente todo el tiempo a lo que es, a cada minuto del día? Porque entonces creo que encontraremos que no sólo termina el dolor, sino que la mente se vuelve asombrosamente sencilla y clara; es capaz de percibir directamente, sin palabras, sin el símbolo.
No sé si alguna vez han pensado sin palabras. ¿Hay algún pensar sin verbalización? ¿O es que todo pensar consiste en meras palabras, símbolos, descripciones, imaginación? Como vemos, todas estas cosas ‑las palabras, los símbolos, las ideas- perjudican la clara visión. Creo que, si uno quiere llegar hasta el fin mismo del dolor para descubrir si es posible estar libre del dolor ‑no eventualmente, sino viviendo libre cada día- tiene uno que entrar muy profundamente en sí mismo y desembarazarse de todas estas explicaciones, palabras, ideas y creencias, de modo que la mente esté de veras depurada y capacitada para ver lo que es.

Vivir, amar y aprender
Como decíamos el otro día, queremos vivir con el placer, ¿no es así? No tratamos de cambiar el placer; queremos que continúe todo el día y toda la noche, perpetuamente. No deseamos alterarlo, ni siquiera tocarlo, ni aun rozarlo con el aliento, por temor de que se vaya; queremos aferrarnos a él, ¿verdad? Nos adherimos a lo que nos deleita, que nos da gozo, placer, sensación. Estas cosas nos producen mucha excitación, sensación, y no queremos cambiar ese sentimiento; él hace que uno se sienta cerca de la fuente de las cosas, y nosotros queremos esa sensación, ¿no es cierto? ¿Por qué no podemos vivir igualmente con el dolor, con la misma intensidad, sin querer hacer nada con respecto a él? ¿Lo habéis intentado alguna vez? ¿Hemos tratado alguna vez de vivir con un dolor físico? ¿Hemos intentado vivir con el ruido?

Vamos a simplificarlo. Cuando un perro está ladrando por la noche y queremos dormir, y sigue ladrando y ladrando, ¿qué hacemos? Lo resistimos, ¿no es así? Le arrojamos objetos, lo maldecimos, hacemos lo que podemos contra él. Pero si en lugar de eso estuviéramos con el ruido, si escucháramos el ladrido sin ninguna resistencia, ¿habría fastidio? No sé si alguna vez lo habrán intentado. Deberían intentarlo alguna vez: no resistir. Así como no rechazamos el placer, ¿no podemos de la misma manera vivir con el dolor sin resistencia, sin elección, sin tratar nunca de escapar, sin entregaros nunca a la esperanza e invitar por ello la desesperación: simplemente vivir con él?

Vivir con algo significa amarlo. Cuando amamos a alguien, queremos vivir con esa persona, estar con ella, ¿no es así? De la misma manera puede uno vivir con el dolor, no púdicamente, sino viendo todo su cuadro, sin tratar nunca de eludirlo, sino sintiendo su fuerza, su intensidad, y también su completa superficialidad, lo que significa que no podemos hacer nada con respecto a él. Después de todo, no queremos hacer nada respecto de aquello que nos da intenso placer; no queremos cambiarlo, queremos dejarlo fluir. De la misma manera, vivir con el dolor significa, realmente, amar el dolor, y eso requiere mucha energía, mucha comprensión; significa vigilar continuamente para ver si la mente está escapando del hecho. Es terriblemente fácil escapar; puede uno tomar una droga, tomar una bebida, encender la radio, tomar un libro, charlar, etc. Pero vivir con algo enteramente, de manera total, tanto si es placer como si es dolor, requiere una mente que esté intensamente alerta. Y cuando la mente está tan alerta, crea su propia acción; o más bien, la acción viene del hecho y la mente no tiene que hacer nada con respecto a él.

Vivir con intensidad
Para vivir con algo, ya sea la fealdad o la belleza, tiene uno que ser muy intenso. Vivir con estas montañas día tras día, si no somos sensibles a ellas, si no las amamos, si no vemos sin cesar su belleza, sus cambiantes colores y sombras, sería llegar a ser como los campesinos que se han vuelto indiferentes para todo ello. La belleza corrompe lo mismo que la fealdad, si no somos sensibles para ella. Vivir con el dolor es como vivir con las montañas, porque el dolor embota la mente, la atonta. Cuando vemos toda la construcción del dolor, su anatomía, su intimidad, no teorizando sobre él, sino viendo efectivamente el hecho, su totalidad, entonces él se desprende. Cuando se ve algo totalmente, ha terminado. La rapidez, la celeridad de la percepción, depende de la mente. Pero si ésta no es sencilla, directa, si está atiborrada de creencias, esperanzas, temores, desesperaciones, queriendo cambiar el hecho, ‘lo que es’, entonces estamos prolongando el dolor.
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Como vemos, nuestra dificultad es, creo, que estamos tan apegados a las cosas en que nos refugiamos, que ellas son muy importantes para nosotros, se han vuelto extraordinariamente respetables. Creemos que si dejásemos de ser respetables, Dios sabe lo que pasaría. Por consiguiente nuestro apego a la respetabilidad se convierte en lo importante, y no el hecho de querer comprender la soledad, o cualquier otra cosa, totalmente. Ser intenso implica destruir todas las cosas que hemos considerado tan importantes en la vida. Por eso, quizá, el miedo nos impide ser intensos.

martes, 24 de marzo de 2009

La Ciencia de obrar bien


Por Torkom Saraydarián



En cualquier instante en que nos sintamos deprimidos, solos y abandonados, limitémonos a realizar un acto de buena voluntad, sin esperar retribución. Esta es una ciencia real; no se la puede aprender salvo realizándola. Si seguimos usando largo tiempo esta técnica, ampliaremos y ahondaremos el canal de comunicación entre nuestra parte Superior y nuestra personalidad.


La causa real de toda enfermedad.
El Fuego Central, Espíritu o Yo Superior, es una usina de luz, amor y energía. Es el origen de la vida de los vehículos, y hasta del mundo circundante, pero a menudo, por falta de integración y alineación, hay una comunicación muy débil entre ese Fuego Central y los tres vehículos: los cuerpos físico, emocional y mental. Esta falta de alineación e integración es la causa real de toda enfermedad psicosomática, de todo trastorno psicológico y, por supuesto, de todos nuestros problemas personales y sociales. El método básico para curar estas grietas, estos desórdenes y estos problemas, consiste en liberar la energía de la Chispa Divina que existe dentro de nosotros, en aumentar la vitalidad de nuestro cuerpo físico, en acrecentar la energía amorosa de nuestra naturaleza emocional, y en incrementar la luz en nuestro mundo mental.
Para realizar esto podemos usar una técnica sencillísima. Tenemos una fuente de luz, amor y energía dentro de nosotros; solos y en silencio meditamos: “¿Conozco a algún hombre, alguna mujer o algún niño que pasen necesidades?” Es posible que un rato después recordemos que un amigo o un vecino nuestro necesita un par de zapatos, un libro, un traje, un auto o una radio. Nos decimos: “¿Esa persona necesita eso realmente? Sí. ¿Tengo dinero suficiente para comprar eso que esa persona necesita? ¡Sí, lo tengo! Lo compraré y se lo daré a quién esté necesitándolo”. El segundo paso consiste en dárselo a esa persona del modo más y considerado. Cuando realizamos un acto de esa índole, sentimos que en nuestro mecanismo empieza a fluir y circular y circular una energía nueva; experimentamos un gozo profundo, una nueva fuerza y una paz nueva.

Para eliminar definitivamente la depresión.
¿Qué es lo que ocurrió exactamente? Podemos decir que, mediante ese acto de buena voluntad, descendió una minúscula corriente de energía vital en nuestro mecanismo desde el Fuego Central, nuestros vehículos de expresión y nuestro medio ambiente. En cualquier instante en que nos sintamos deprimidos, solos y abandonados, limitémonos a realizar un acto de buena voluntad, sin esperar retribución. Esta es una ciencia real; no se la puede aprender salvo realizándola. Mediante tal expresión de buena voluntad, aprenderemos a actuar de manera desinteresada, con una actitud impersonal. Aprenderemos a acercarnos a la gente, a llegar a conocerla, a sentirnos con ella, y eso nos permitirá satisfacer mejor la necesidad real. Si seguimos usando largo tiempo esta técnica, ampliaremos y ahondaremos el canal de comunicación entre nuestro Yo Real, es decir, nuestra parte Superior, y nuestra personalidad, y estaremos listos para darle paso siguiente.
Habrá ocasiones en que no podremos ayudar financieramente a los demás; y a menudo los demás no lo necesitan. Tal vez solo necesiten nuestra sonrisa, nuestras palabras amables, nuestras dulces canciones, nuestra música; a veces solo necesitan nuestra presencia: nuestra presencia silenciosa. Empezamos a dar nuestras sonrisas y palabras a quienes verdaderamente las necesitan. Al darles alegría, sentimos que nuestra alegría interior aumenta; al dar palabras de paz y consuelo, nuestra paz interior se ahonda; nos acercamos a nuestro Fuego Interior y al Fuego Interior de aquellos a quienes estamos ayudando. Advertimos, poco a poco, que nuestros problemas emocionales y físicos disminuyen, y a menudo desaparecen, porque la energía de la vitalidad y del amor disipa las nieblas y nubes de nuestro mundo emocional. El Fuego Central expande sus rayos curativos a nuestro mecanismo, y lo alinea e integra.

Trabajos de Buena Voluntad.
Sin embargo, no podemos detenernos allí. Deberemos sumar otro paso: el trabajo de buena voluntad en el nivel mental. Este trabajo implica que demos nuestra luz a los demás, y que ayudemos a la gente a que resuelva sus propios problemas mediante el proceso de la educación y la iluminación.
Hay veces en que la gente no necesita saber qué le estamos dando. A menudo recibimos energías de amor y luz sin conocer jamás su origen. Algunos amigos nuestros piensan en nosotros y envían su amor y su compasión más hondos. Nos ayudan; poco a poco vencemos nuestra depresión, nuestro pesar y nuestros problemas debido a los pensamientos que son como plegarias y a las ondas amorosas proyectadas hacia nosotros por nuestros amigos, o por nuestro cónyuge o nuestros padres.
Un rayo de luz brilla de pronto en nuestra hora más oscura. La luz nos da valentía y nos lleva hasta la puerta. Un amigo de verdad está pensando en nosotros. Nos envía su valentía, su amor; alimenta nuestro Fuego Interior para ayudarnos a que venzamos los obstáculos, cualesquiera que éstos sean. Este es también un tipo de entrega mediante la cual abrimos las puertas para que nuestro amor y nuestro pensamiento puro puedan filtrarse y aumentar de esta manera la comunicación interior con nuestra Esencia. Debemos trabajar poco a poco en procura de la cima para alcanzarla.
El modo más sencillo es empezar a enseñar algo a alguien que lo necesite. Podemos enseñar oralmente, mediante cartas, escritos, artículos creativos o libros, e incluso a través de nuestros pensamientos. Aquí empieza la ciencia real de obrar bien, pero antes de que podamos ser de real ayuda a los demás, debemos aprender:

- A no imponer nuestras ideas, ideas opiniones ni pensamientos a nadie, y a respetar la libertad de los demás.
- Cómo revestir nuestras ideas para que éstas revelen su máxima belleza.
- Cómo hallar el nivel de nuestros amigos, para no dañarlos, dándoles más de lo que puedan asimilar.
- A hablar o escribir sólo la verdad. Jamás mancharemos nuestra enseñanza con mentiras grandes o pequeñas.
- Acercarnos a la gente con amor hondo y sincero; con un amor que penetre en el corazón de nuestro hermano y descubra qué es lo que lo aflige.

A medida que sigamos nuestro trabajo en el plano mental, plantando luces, aportando esclarecimiento e iluminación, advertiremos que la luz de nuestra mente aumentará diez veces, y una nueva energía de amor, de la luz y del gozo circulará a través de nuestro cerebro, nuestro corazón y de todo nuestro sistema nervioso.

Es mejor dar que recibir.
Así, año tras año, irán en aumento la comunicación entre nuestro Fuego Central y nuestros vehículos de expresión. Proporcionalmente, éstos se alinearán, se integrarán y funcionarán con la Luz Interior. Esta fusión se expresa como actos de buena voluntad, sacrificio y amor; como vida creativa y salud espléndida. Mediante tal expresión, mediante nuestros esfuerzos para aportar esclarecimiento a los demás, nos curamos físicamente, y también emocional y mentalmente. Este es el modo más sencillo de establecer contacto con nuestra Chispa dadora de vida. Fue por eso que Cristo dijo a sus discípulos: “Es mejor dar que recibir”. Esta es una participación divina. Si a un amigo o a un extraño le transmitimos una chispa, nuestro fuego aumenta muchas veces. El acto de buena voluntad debe tener lugar entres niveles simultáneamente, en el proceso de despejar los obstáculos físicos, disipar las fascinaciones y problemas emocionales muy arraigados, y eliminar las ilusiones de la mente de la gente.
Tratemos de eliminar un obstáculo en otra persona, en cualquier nivel, y descubriremos que estamos eliminando un obstáculo en nosotros mismos. Nada podremos hacer a otro sin hacerlo, subjetivamente, y en primer lugar, a nosotros. De modo parecido, siempre que actuamos física, emocional y mentalmente contra lo bueno, lo verdadero y lo bello, construimos un muro entre nosotros y nuestra Esencia Interior. Al obrar así, invitamos a las enfermedades psicosomáticas, a las complicaciones físicas y a la mala salud, en general, en tres niveles.
No es necesario que demos limosna tal vez podamos hacer una obra a favor de alguien; podríamos cortar el césped de un vecino anciano; podríamos cuidar el niño de algún vecino que necesita ayuda por un momento. Tratar de ser servicial con alguien cada día de todo un mes. Si hacemos esto, descubriremos que milagrosas energías empiezan a liberarse desde su fuente interior. Se iniciará para nosotros una vida nueva, y una energía curativa fortalecerá nuestro cuerpo, nuestro corazón y nuestra mente. Al atardecer, al regresar del trabajo, o a la hora de irnos a dormir, repasemos rápidamente el día en nuestra mente; veamos la actitud y sintamos la alegría que la persona sintió en el momento que la ayudamos. Antes de dormirnos digamos la siguiente oración: “Señor, guía mis pasos hacia donde renecesiten”.

Desapegarnos.
Esparzamos buenas acciones alrededor de nosotros, en nuestra oficina, en nuestra fábrica, en nuestra escuela, en nuestro hogar. A veces, tal vez no experimentemos nuestra alegría interior; no la busquemos. Decidámonos a ayudar a alguien y hagámoslo. Esto es un arte.
Al usar la ciencia de obrara bien, necesitamos el desapego “de doble mano”. Es importante:

1- Desapegarnos de quien es ayudado por nosotros. No esperar agradecimiento, sonrisas ni otra forma de retribución. Limitémonos a obrar “en obsequio de la bondad misma, y luego tratemos de encontrar a otro a quien ayudar.
2- Desapeguémonos de nuestras sensaciones interiores, de nuestros juicios de nuestra felicidad o de cualquier otro sentimiento que tengamos. Que el amor puro fluya desde nuestro corazón y se exprese como ayuda en el plano material.

Muchas personas ayudan a sus amigos con expectativas de retribución por su servicio. Luego, si no tienen respuestas, se sienten resentidas, desdichadas y a menudo desarrollan alguna animosidad hacia aquel a quien ayudaron. Oímos que la gente dice: “Lo ayudé muchísimas veces de este o aquel modo, pero él nunca me lo agradeció, incluso se volvió enemigo mío”. En realidad, ese hombre no ayudó, porque detrás de su acción no había una motivación importante, no había expectativas de algún género de reconocimiento. La ayuda brindada con una motivación heterogénea de esa índole creará automáticamente un rechazo secreto desde el corazón de aquel a quién ayudáramos.

Saber discernir.
Debemos discernir, debemos reconocer la necesidad real y el peso de nuestra ayuda. En el sendero de obrar bien también aprenderemos, poco a poco, a quién ayudar y como desapegarnos. La Luz Interior brilla e inunda todo nuestro ser con gozo y bendiciones solo mediante esa actitud impersonal.
Nos interesa el desarrollo del Fuego Interior, pero ni siquiera éste deberá ser nuestro principal motivo cuando ayudamos. Los principales factores que mueven nuestros corazones son: primero, el sentido de la unidad; y segundo, la comprensión de la necesidad verdadera del sujeto. Podemos sentir que las necesidades de los demás son nuestras necesidades, pero nuestra ayuda no deberá paralizarlos: por el contrario, deberá inducirlos a la acción.
A veces es posible que hacer que los delincuentes juveniles vuelvan a la buena senda enseñándoles la ciencia de obrar bien mediante un programa educativo especial. Cuando empiecen a aprender esa ciencia por experiencia propia, cambiarán poco a poco, y hasta pueden ser preclaros benefactores de su raza y de la humanidad.

Despertar el sentido de la responsabilidad.
No podemos despertar el sentido de la responsabilidad en los demás a menos que, primero, los induzcamos a descubrir una necesidad real y luego un método para subvenir esa necesidad. Es interesante descubrir que en primer lugar vemos los yerros de los demás, y somos rápidos para nuestras críticas. Si podemos ayudar a los demás en lugar de criticarlos, empezaremos a ver nuestras necesidades y a usar nuestras mentes para satisfacerlas. Así, cuando nuestros jóvenes perturbados aprendan a usar esta técnica, eliminarán poco a poco los obstáculos que son responsables de la delincuencia, sin importar en qué ámbito, de su mecanismo se hallen los obstáculos; y podrán generar su fuego interno y constructivo. Por lo tanto, enseñemos a nuestros a obrar bien en el hogar, en la escuela y en el mundo, siempre que puedan y nunca serán delincuentes. Podemos usar este método con quienes nos son hostiles. Encontremos los modos de permitirles que nos ayuden, y la hostilidad de ellos decrecerá o desaparecerá por completo.

Resumimos este texto con un poema de Lena Stearns:

Quiero hacer una obra buena cada día
Para ayudar a alguien a que encuentre un camino mejor.
Quiero dar una mano a quien lo necesite
O hallar a un solitario extraviado a quien pueda alimentar.
Quiero cantarle a alguien una canción amada
Para darle coraje cuando el camino sea largo.
Si tan sólo una de mis sonrisas puede aliviar el dolor
Entonces sentir que no viví en vano.

Extraído del libro: “La ciencia de ser uno mismo”. Editorial Kier

domingo, 22 de marzo de 2009

LOS SIETE PECADOS CAPITALES DE LOS EDUCADORES


Por Augusto Cury




Augusto Cury es médico psiquiatra en ejercicio desde 1980. Sus ideas pioneras en psicología educativa se han adoptado como cursos de posgrado en 15 universidades de Brasil. Dirige la Escola de Inteligencia en el interior rural del estado de Sao Paulo, un centro académico sobre "psicología preventiva" para maestros y profesionales de la salud mental. Si desea más información sobre su trabajo puede visitar http://www.escoladeinteligencia.com.br/



1. Corregir en público
Corregir en público a una persona es el primer pe­cado capital de la educación. Un educador jamás de­bería exponer el defecto de una persona, por grave que sea, ante los otros. La exposición pública produce hu­millación y traumas complejos difíciles de superar. Un educador debe valorar más a la persona que se equivoca que al error de la persona.
Los padres y los maestros sólo deben intervenir pú­blicamente cuando un joven ofendió o hirió a alguien en público. Aun así, deben actuar con prudencia para no agregar más leña al fuego de las tensiones.
Había una adolescente de doce años, viva, inteli­gente, sociable, que estaba un poco obesa. Aparente­mente ella no tenía problema con su obesidad. Era una buena alumna, participativa y respetada entre sus com­pañeros.
Cierta vez, su vida sufrió un gran cambio. Le fue mal en una prueba. Buscó a la maestra y objetó su ca­lificación. La maestra, que estaba irritada por otros mo­tivos, le propinó un golpe mortal que modificó para siempre su vida, al llamarla "gordita poco inteligente" delante de sus compañeros.
Corregir a alguien en público ya es grave, humillar es dramático. Los compañeros se burlaron de ella. Se sintió disminuida, inferiorizada, y lloró. Vivió una ex­periencia con alto volumen de tensión que quedó re­gistrada privilegiadamente en el centro de la memoria, en la memoria de uso continuo (MUC).
Si imaginamos la memoria como una gran ciudad, el trauma original producido por la humillación de la maestra fue como una choza edificada en un bello ba­rrio. La joven leyó continuamente el archivo que conte­nía ese trauma y que le produjo millares de pensamien­tos y reacciones emocionales de contenido negativo, que a su vez quedaron registrados, y expandieron la estruc­tura del trauma. De este modo, una "choza" en la me­moria puede contagiar un archivo entero.
Por lo tanto, no es el trauma original lo que se con­vierte en el gran villano de la salud psíquica, como Freud creía, sino su realimentación. Cada gesto hostil de las otras personas era relacionado por la adolescen­te con su trauma. Con el transcurso del tiempo, ella produjo millares de chozas. Donde había un bello ba­rrio en el inconsciente se fue creando un terreno de­solado.
Los adolescentes deben sentirse atractivos, aun si son obesos, portadores de un defecto físico, o si su cuerpo no responde a los patrones de belleza transmi­tidos por los medios. La belleza está en los ojos de quien ve.
Pero, lamentablemente, los medios arrasaron a los jóvenes al definir qué es la belleza en su inconsciente. Cada imagen de las modelos en las tapas de las revistas, en las publicidades y en los programas de televi­sión queda registrada en la memoria, y forma matrices que discriminan a quienes quedan fuera del patrón. Este proceso aprisiona a los jóvenes, incluso a los más saludables. Cuando están ante el espejo, ¿qué obser­van? ¿Sus cualidades o sus defectos? Frecuentemente, sus defectos. Los medios aparentemente tan inofensi­vos discriminan a los jóvenes del mismo modo que a las personas de raza negra que fueron y todavía siguen siendo discriminadas.
Me gustaría que ustedes no olvidaran que es a tra­vés de este proceso que un rechazo se transforma en un monstruo, un educador tenso se convierte en ver­dugo, un ascensor se vuelve un cubículo sin aire, un vejamen público paraliza la inteligencia y genera el miedo de exponer las ideas.
La adolescente de nuestra historia empezó a obs­truir cada vez más su memoria por la baja autoestima y un sentimiento de incapacidad. Dejó de sacar notas buenas. Cristalizó una mentira: que no era inteligen­te. Tuvo varias crisis depresivas. Perdió el gusto por la vida. A los dieciocho años, intentó suicidarse.
Afortunadamente no murió. Buscó tratamiento y logró superar el trauma. Esta joven no quería poner fin a su vida. En el fondo, como toda persona depresiva, ella tenía hambre y sed de vivir. Lo que quería era des­truir su dramático dolor, desesperación y sentimiento de inferioridad.
Llamar la atención o señalar en público un error o defecto de jóvenes y adultos puede generar un trau­ma imborrable que los controlará durante toda la vida. Aunque los jóvenes los decepcionen, no los hu­millen. Aunque les provoquen un gran enojo, traten de llamarlos aparte y corregirlos. Pero, sobre todo, es­timulen a los jóvenes a reflexionar. Quien estimula la reflexión es un artesano de la sabiduría.

2. Manifestar autoridad con agresividad.
Cierto día, descontento con la reacción agresiva de su padre, un hijo le levantó la voz. El padre se sintió ofendido y le pegó. Le dijo que nunca le debería ha­blar de ese modo. A los gritos, afirmó que quien man­daba en esa casa era él, que era él el que lo mantenía. El padre impuso su autoridad con violencia. Se ganó el temor del hijo, pero perdió para siempre su amor.
Muchos padres se agreden y critican delante de los hijos. Cuando estemos ansiosos e incapacitados para conversar, lo mejor es salir de la escena. Vaya a su ha­bitación y haga otra cosa, hasta lograr abrir las venta­nas de la memoria y poder tratar con inteligencia los asuntos polémicos.
Sin embargo, no hay parejas perfectas. Todos co­metemos excesos delante de los hijos, todos nos estresamos. La persona más tranquila tiene sus momentos de ansiedad e irracionalidad. Por lo tanto, si bien es deseable, no es posible evitar todas las fricciones de­lante de los hijos. Lo importante es el destino que da­mos a nuestros errores.
El mismo principio sirve para los maestros. Cuan­do damos un espectáculo agresivo delante de los niños, debemos pedir disculpas, no sólo a nuestro cón­yuge, sino también a los niños, por la manifestación de intolerancia que vieron. Si tenemos valor para equi­vocarnos, debemos tener el coraje de corregir nuestro error.
Una persona autoritaria no siempre es bruta y agre­siva. A veces su violencia está disfrazada con una de­licada inmutabilidad y tozudez. Nadie cambia su opi­nión. Si insistimos en mantener nuestra autoridad a cualquier costo, estaremos cometiendo un pecado ca­pital en la educación de nuestros hijos. Nuestro auto­ritarismo controlará su inteligencia.
Nuestros hijos podrán reproducir nuestras reaccio­nes en el futuro. Por otra parte, observe que acostum­bramos reproducir los comportamientos de nuestros padres que más condenamos en nuestra infancia. El registro silencioso no trabajado crea moldes en lo ocul­to de nuestra personalidad.
Algunos hijos, cuando están irritados, apuntan los errores de los padres y los provocan. ¡Cuántos padres pierden el amor de sus hijos porque no saben dialogar cuando ellos los desafían! Tienen miedo de que el diá­logo les robe la autoridad. No quieren ser cuestiona­dos. Algunos padres odian cuando sus hijos hacen comentarios sobre sus fallas. Parecen intocables. Reac­cionan con violencia. Imponen una autoridad que so­foca la lucidez de los hijos. Están formando personas que también reaccionarán con violencia.
Los padres que imponen su autoridad son aquellos que tienen recelo de sus propias fragilidades. Los lími­tes deben ser colocados, pero no impuestos. Algunos límites, como comenté, son innegociables, porque comprometen la salud y la seguridad de los hijos, pe­ro incluso en estos casos se debe hacer una mesa re­donda con los hijos y dialogar sobre los motivos de es­tos límites.
En estos veinte años atendiendo innúmeros pacien­tes, descubrí que ciertos padres eran superamados por sus hijos. Ellos no les pegaban, no eran autoritarios, no les dieron bienes materiales ni tenían privilegios so­ciales. ¿Cuál fue su secreto? Se dieron a sus hijos, edu­caron la emoción de sus hijos, cruzaron su mundo con el mundo de ellos. Vivieron naturalmente, incluso sin conocer los principios que comenté sobre los padres brillantes.
El diálogo es una herramienta educacional insus­tituible. Debe haber autoridad en la relación padre -hijo y maestro-alumno, pero la verdadera autoridad se conquista con inteligencia y amor. Padres que be­san, que elogian y estimulan a sus hijos a pensar des­de pequeños no corren el riesgo de perderlo y de per­der su respeto.
No debemos tener miedo de perder nuestra autoridad, debemos tener miedo de perder a nuestros hijos.



3. Ser excesivamente crítico: obstruir la infancia del niño.
Había un padre preocupadísimo por el futuro de su hijo. Quería que él fuera ético, serio y responsable. El niño no podía cometer errores, ni excesos. No po­día jugar, ensuciarse y hacer travesuras como todos los niños. Tenía muchos juguetes, pero quedaban guarda­dos, porque el padre, con el aval de la madre, no ad­mitía el desorden.
Cada falla, mala nota o actitud insensata del hijo eran criticadas inmediatamente por el padre. No era sólo una crítica, sino una secuencia de críticas y, a ve­ces, delante de los amigos del hijo. Su crítica era ob­sesiva e insoportable. Como si eso no bastara, querien­do presionar al hijo para que se corrigiera, el padre comparaba su comportamiento con el de otros jóve­nes. El niño se sentía el más despreciado de los seres. Pensó hasta en renunciar a la vida, por creer que no era amado por sus padres.
¿El resultado? El hijo creció y se convirtió en un buen hombre. Se equivocaba poco, era serio, ético, pe­ro infeliz, tímido y frágil. Entre él y sus padres había un abismo. ¿Por qué? Porque no había la magia de la ale­gría y de la espontaneidad entre ellos. Era una familia ejemplar, pero triste y sin sabor. El hijo no sólo era tí­mido, sino una persona frustrada. Tenía pavor de la crí­tica ajena. Tenía miedo de equivocarse, y por eso ente­rraba sus sueños, no quería correr riesgos.
Con el propósito de obrar bien, el padre cometió algunos pecados capitales de la educación. Impuso au­toridad, humilló a su hijo en público, lo criticó exce­sivamente y obstruyó su infancia. Este padre estaba preparado para arreglar computadoras, y no para edu­car a un ser humano. Cada uno de estos pecados ca­pitales es universal, pues son un problema tanto en una sociedad moderna como en una tribu primitiva. No critique excesivamente. No compare a su hijo con sus compañeros. Cada joven es un ser único en el teatro de la vida. La comparación sólo es educativa cuando es estimulante y no despreciativa. Dé a sus hijos libertad para tener sus propias experiencias, aunque esto inclu­ya ciertos riesgos, fracasos, actitudes tontas y sufri­mientos. De lo contrario, ellos no encontrarán sus ca­minos.
La peor manera de preparar a los jóvenes para la vi­da es ponerlos en un invernadero e impedirles equivocar­se y sufrir. Los invernaderos son buenos para las plan­tas, pero para la inteligencia humana son sofocantes. El Maestro de los maestros tiene lecciones impor­tantísimas para darnos en esta área. Sus actitudes edu­cacionales fascinan a los más lúcidos científicos. Él dijo cierta vez que Pedro lo negaría. Pedro discrepó vehementemente. Jesús podría haberlo criticado, se­ñalar sus defectos, acusar su fragilidad. ¿Pero cuál fue su actitud? Ninguna.
No hizo nada para cambiar las ideas del amigo. De­jó que el joven apóstol Pedro tuviera sus experiencias. ¿El resultado? Pedro se equivocó drásticamente, derra­mó incontenibles lágrimas, pero aprendió lecciones inolvidables. Si no se hubiera equivocado y reconoci­do su fragilidad, tal vez jamás habría madurado y no habría sido quien fue. Pero, como falló, aprendió a to­lerar, a perdonar, a incluir.
Estimados educadores, debemos tener en mente que los débiles condenan, los fuertes comprenden, los débiles juzgan, los fuertes perdonan. Pero no es posible ser fuerte sin percibir nuestras limitaciones.

4. Castigar cuando se está enojado y poner límites sin dar explicaciones.
Cierta vez una niña de ocho años paseaba por un Shopping cercano a su escuela con algunas amigas. Al ver dinero sobre un mostrador, lo tomó. La empleada la vio y la llamó ladrona. Tomándola del brazo, la lle­vó llorando hasta donde estaban sus padres.
Los padres se desesperaron. Algunas personas que estaban por allí esperaban que le pegaran y que casti­garan a la hija. En cambio, decidieron buscarme para saber cómo actuar. Temían que la niña desarrollara cleptomanía y que se apropiara de objetos que no le pertenecían.
Orienté a los padres para que no hicieran un dra­ma con el asunto. Los niños siempre cometen errores, y lo importante es qué hacer con ellos. Mi preocupa­ción era llevarlos a conquistar a su dulce hija y no a castigarla. Los orienté para que la llamaran aparte y le explicaran las consecuencias de su acto. En seguida, les pedí que la abrazaran, pues ella ya estaba muy con­movida con lo sucedido.
Además, les dije que si ellos querían transformar el error en un gran momento educacional, deberían te­ner reacciones inolvidables. Los padres pensaron y tu- vieron un gesto inusitado. Como el valor era pequeño, le dieron a la niña el doble del dinero hurtado y le de­mostraron elocuentemente que ella era más importan­te para ellos que todo el dinero del mundo. Le expli­caron que la honestidad es la dignidad de los fuertes.
Esta actitud la llevó a reflexionar. En vez de resul­tar archivados en la memoria el hecho de ser ladrona y un castigo agresivo de los padres, quedaron registra­dos en la memoria recepción, comprensión y amor. El drama se transformó en un romance. La joven nunca se olvidó de que, en un momento tan difícil, sus pa­dres le enseñaron y la amaron. Cuando cumplió quin­ce años, abrazó a sus padres, diciéndoles que nunca se había olvidado de aquel momento poético. Todos rie­ron. No quedó cicatriz.
Otro caso no tuvo el mismo destino. Un padre fue llamado a la comisaría porque el guardia de seguridad había visto a su hijo robando un CD en un local de un centro comercial. El padre se sintió humillado. No vio la angustia del muchacho y el hecho de que la falla pu­diera ser una excelente oportunidad para revelar su madurez y sabiduría. En lugar de eso, abofeteó al hijo delante de los guardias.
Al llegar a casa, el joven se encerró en su cuarto. El padre intentó tirar la puerta abajo, porque se dio cuen­ta de que el hijo estaba intentando matarse. En una ac­ción irreflexiva, renunció a la vida, creyéndose el últi­mo de los seres humanos. El padre habría dado todo lo que tenía para volver atrás, pues jamás pensó que perdería a su hijo querido.
Por favor, jamás castigue con ira. Como dije, no so- mos gigantes, y en los treinta primeros segundos de ra­bia somos capaces de herir a las personas que más amamos. No se deje esclavizar por su ira. Cuando sien­ta que no puede controlarla, salga de la escena, pues de lo contrario usted reaccionará sin pensar.
El castigo físico debe evitarse. Si algunas palmadas tienen lugar, deben ser simbólicas y acompañadas de una explicación. No es el dolor de las palmadas lo que estimulará la inteligencia de los niños y los jóvenes. El mejor modo de ayudarlos es llevarlos a repensar sus actitudes, penetrar dentro de sí mismos y aprender a colocarse en el lugar de los otros.
Al practicar esta educación, usted estará desarro­llando las siguientes características en la personalidad de los jóvenes: liderazgo, tolerancia, prudencia, segu­ridad en los momentos turbulentos.
Si un joven lo lastimó, hable de sus sentimientos con él. Si es preciso, llore con él. Si su hijo falló, dis­cuta las causas de su falla, déle crédito. La madurez de una persona se revela por el modo inteligente con que corrige a alguien. Podemos ser héroes o verdugos pa­ra los jóvenes.
jamás ponga límites sin dar explicaciones. Es éste uno de los pecados capitales más comunes que los educa­dores cometen, sean ellos padres o maestros. En los momentos de ira, la emoción tensa bloquea los cam­pos de la memoria. Perdemos la racionalidad. ¡Detén­gase! Espere que la temperatura de su emoción baje. Para educar, use primero el silencio y después las ideas.
El mejor castigo es aquel que se negocia. Pregunte a los jóvenes lo que ellos merecen por sus errores. ¡Us- ted se sorprenderá! Ellos reflexionarán sobre sus acti­tudes y tal vez, se darán un castigo más severo a sí mis­mos del que usted aplicaría. Confíe en la inteligencia de los niños y los adolescentes.
Sancionar con castigos, privaciones y límites sólo educa si no es en exceso y si estimula el arte de pen­sar. De lo contrario, será inútil. El castigo sólo es útil cuando es inteligente. El dolor por el dolor es inhuma­no. Cambie sus paradigmas educacionales. Elogie al jo­ven antes de corregirlo o criticarlo. Dígale lo importante que es él, antes de señalarle el defecto. ¿La consecuen­cia? Él recibirá mejor sus observaciones y lo amará pa­ra siempre.

5. Ser impaciente y desistir de educar.
Había un alumno muy agresivo e inquieto. Pertur­baba la clase y creaba frecuentemente problemas. Era insolente, desobedecía a todos. Repetía los mismos erro­res con frecuencia. Parecía incorregible. Los maestros no lo soportaban. Pensaron en expulsarlo.
Antes de la expulsión, entró en escena un maestro que resolvió apostar por el alumno. Todos opinaron que era una pérdida de tiempo. Aun sin el apoyo de sus colegas, él empezó a conversar con el joven en los recreos. Al principio era un monólogo, sólo el maes­tro hablaba. De a poco, empezó a conquistar al alumno, a jugar y a llevarlo a tomar helado. Maestro y alum­no construyeron un puente entre sus mundos. ¿Usted ya construyó alguna vez un puente como éste con las personas difíciles?
El maestro descubrió que el padre del muchacho era alcohólico y que les pegaba tanto a él como a la madre. Comprendió que el joven, aparentemente in­sensible, ya había llorado mucho, y que ahora se ha­bía quedado sin lágrimas. Entendió que su agresividad era una reacción desesperada del que estaba pidiendo ayuda. Sólo que nadie descifraba su lenguaje. Sus gri­tos no eran escuchados. Era mucho más fácil juzgarlo.
El dolor de la madre y la violencia del padre pro­dujeron zonas de conflicto en la memoria del mucha­cho. Su agresividad era un eco de la agresividad que recibía. Él no era un reo, era una víctima. Su mundo emocional no tenía colores. No le dieron el derecho de jugar, sonreír y ver la vida con confianza. Ahora, esta­ba perdiendo el derecho de estudiar, de tener la única oportunidad de ser un gran hombre. Estaba por ser ex­pulsado.
Al tomar conocimiento de la situación, el maestro empezó a ganárselo. El joven se sintió querido, apoya­do y valorizado. El maestro empezó a educar su emo­ción. Se dio cuenta, ya en los primeros días, que de­trás de cada alumno distante, de cada joven agresivo, hay un niño que necesita afecto.
No pasaron muchas semanas para que todos que­daran sorprendidos con el cambio. El muchacho in­disciplinado empezó a respetar. El muchacho agresivo empezó a ser afectuoso. Creció y se convirtió en un adulto extraordinario. Y todo esto porque alguien no renunció a él.
Todos quieren educar jóvenes dóciles, pero son los que nos frustran los que prueban nuestra calidad de educadores. Son los hijos complicados los que ponen a prueba la grandeza de su amor. Los alum­nos insoportables los que ponen a prueba su huma­nismo.
Los padres brillantes y los maestros fascinantes no desisten de los jóvenes, aunque ellos los decepcionen y no les den una devolución inmediata. La paciencia es su secreto, la educación del afecto es su meta.
Me gustaría que ustedes se convenzan de que los jóvenes que más los decepcionan hoy podrán ser los que les darán más alegrías en el futuro. Basta con in­vertir en ellos.

6. No cumplir su palabra.
Había una madre que no sabía decir "no" a su hi­jo. Como no soportaba los reclamos, rabietas y agita­ción del niño, quería atender a todas sus necesidades y pedidos. Pero no siempre lo lograba, y, para evitar trastornos, prometía lo que no podía cumplir. Tenía miedo de frustrar al hijo.
Esta madre no sabía que la frustración es importan­te para el proceso de formación de la personalidad. Quien no aprende a lidiar con pérdidas y frustraciones nunca madurará. La madre evitaba trastornos momen­táneos con el hijo, pero no sabía que le estaba prepa­rando una trampa emocional. ¿Cuál fue el resultado?
El hijo perdió el respeto por su madre. Pasó a ma­nipularla, explotarla y a discutir intensamente con ella. La historia es triste, pues el hijo sólo valorizaba a la madre por lo que ella tenía y no por lo que era.
En su fase adulta, este niño tuvo graves conflictos. Por haber pasado la vida viendo a la madre mintiendo y no cumpliendo su palabra, proyectó en el ambiente social una desconfianza fatal. Desarrolló una emoción insegura y paranoica, le parecía que todo el mundo quería engañarlo y serrucharle el piso. Tenía ideas persecutorias, no lograba hacer amistades estables, ni du­raba en los empleos.
Las relaciones sociales son un contrato firmado en el escenario de la vida. No lo rompa. No disimule sus reacciones. Sea honesto con los jóvenes. No cometa es­ta falla capital. Cumpla lo que promete. Si no puede, diga "no" sin miedo, aunque su hijo patalee. Y si usted se equivoca en esta área, vuelva atrás y pida disculpas. Las fallas capitales en la educación pueden solucionar­se cuando se corrigen rápidamente.
La confianza es un edificio difícil de construir, fácil de demoler y muy difícil de reconstruir.

7. Destruir la esperanza y los sueños.
El mayor pecado capital que los educadores pue­den cometer es destruir la esperanza y los sueños de los jóvenes. Sin esperanza no hay camino, sin sueños no hay motivación para caminar. El mundo puede de­rrumbarse sobre una persona, ella puede haber perdi­do todo en la vida, pero si tiene esperanza y sueños, tiene brillo en los ojos y alegría en el alma.
Había cierto padre muy ansioso. Tenía una eleva­da cultura académica. En su universidad todos lo res­petaban. Mostraba seriedad, elocuencia y perspicacia en decisiones que no involucraban emoción. Sin em­bargo, cuando lo contrariaban, bloqueaba su memo­ria y reaccionaba agresivamente. Eso sucedía sobre to­do cuando llegaba a casa. En su trabajo era sobrio, pero en la casa era un hombre insoportable.
No tenía paciencia con sus hijos. No toleraba la más mínima decepción. Cuando se enteró de que uno de ellos había comenzado a drogarse, sus reacciones, que ya eran malas, se volvieron peores. En vez de abra­zarlo, ayudarlo y animarlo, pasó a destruir la esperanza del hijo. Le decía "No vas a ser nada en la vida", "Ter­minarás siendo un marginal". El comportamiento del padre deprimía todavía más al hijo y lo llevaba más hondamente al calabozo de las drogas. Lamentablemente el padre no se detenía. Ade­más de destruir la esperanza del muchacho, le obstruía los sueños, bloqueaba su capacidad de encontrar días felices. Le decía: "Tú no tienes remedio", "Sólo me das disgustos".
A algunas personas íntimas de este padre les pare­cía que tenía doble personalidad. Pero desde el punto de vista científico no existe la doble personalidad. Lo que existen son dos campos distintos de lectura de la memoria leídos en ambientes distintos, que dan lugar a una producción de pensamientos y reacciones com­pletamente distintos.
Muchas personas son un cordero con los de afue­ra y un león con los miembros de la familia. ¿Por qué esta paradoja? Porque, con los de afuera, se frenan y no abren ciertas zonas oscuras de la memoria, o sea, los archivos que contienen zonas de conflictos. Con los más íntimos, estas personas pierden el freno de lo consciente y abren las zonas oscuras del inconsciente. En este momento afloran la rabia, la insensatez, la crí­tica obsesiva.
Este mecanismo está presente, en mayor o menor grado, en todas las personas, incluso en las más sen­satas. Todos tenemos tendencia a herir a las personas que amamos. Pero no podemos aceptar esto. Si no, co­rremos el riesgo de destruir los sueños y la esperanza de las personas que nos son más queridas.
Los jóvenes que pierden la esperanza tienen enor­mes dificultades para superar sus conflictos. Los que pierdan sus sueños serán opacos, no brillarán, gravi­tarán siempre alrededor de sus miserias emocionales y sus derrotas. Creer en el más bello amanecer después de la más turbulenta noche es fundamental para tener salud psíquica. No importa el tamaño de nuestros obstácu­los, sino el tamaño de la motivación que tengamos para su­perarlos.
Uno de los mayores problemas en la psiquiatría no es la gravedad de la enfermedad, sea ésta una depre­sión, fobia, ansiedad o fármacodependencia, sino la pasividad del yo. Un yo pasivo, sin esperanza, sin sue­ños, deprimido, resignado a sus aflicciones, podrá car­gar con sus problemas hasta la tumba. Un yo activo, dispuesto, osado, puede aprender a gerenciar los pen­samientos, reeditar la película del inconsciente y ha­cer cosas que superen nuestra imaginación.
Los psiquiatras, los médicos clínicos, los maestros y los padres son vendedores de esperanza, mercaderes de sueños. Una persona sólo comete suicidio cuando sus sueños se evaporan, cuando su esperanza se disi­pa. Sin sueños no hay aliento emocional. Sin esperanza no hay coraje para vivir.




Texto extraído del libro de Augusto Curi :


"Padres brillantes, Maestros fascinantes", editorial Zenith

jueves, 19 de marzo de 2009

EL MAESTRO


Hay circulando un libro importante para padres y madres: La Sociedad de los Hijos Huérfanos, de Sergio Sinay (Ediciones B). Son esos libros de sabiduría práctica tan necesarios para acomodar algunas cosas en la cabeza con relación a la encomiable tarea de ser mejores padres. De ese libro hicimos un resumen del último capítulo: El hombre que no dejó huérfanos, dedicado a José Presti (Ver "Una vacuna para el ego", en este blog), profesor de italiano y educación física en los tiempos de escuela secundaria de Sergio Sinay. Realmente, un verdadero maestro que hace concreta aquella inspirada frase que dice: "El valor de una vida se mide por las vidas que toca".


Lo titulamos EL Maestro, porque don José ilumunó la vida de los alumnos que cruzó. Tarea propia de un Maestro. Que lo disfuten, guarden, impriman, fotocopien y difundanlo a los 4 vientos.... Que lo disfruten!!!




El Maestro

Adapación de un texto de Sergio Sinay, sobre su Maestro, El Pelado Presti



● Cuando lo conocí, él tenía 37 años y yo 16. En realidad lo vi y supe de él varios años antes, pero fue entonces (a mis 16, a sus 37) cuando entró en mi vida. Era un tipo sólido, ni gordo ni excesivamente robusto. Lucía una calva resplandeciente, rodeada de un cabello oscuro cortado y ordenado con cuida­do. Sus cejas eran gruesas y oscuras, como su bigote. Tenía una mirada que tanto podía ser inquieta, como curiosa, desafiante o acariciadora. Sus ojos estaban vivos y luminosos, como él. Su voz era clara, fresca, varonil. Hacía mucho bien escucharla. Nunca llegaba inadvertido. Su presencia era precedida por un silbido armónico o por el canturreo de algún aria de ópera o de alguna canzonetta. Entonces aparecía él. Caminaba erguido, con un andar levemente chaplinesco.
El hombre que describo era nuestro profesor de Italiano y de Educación Física. Lo fue en cuarto y en quinto año. Nacido como José Presti, para nosotros era, simplemente El Pelado Presti. O, mejor, El Pelado.

● Cuando llegaba al aula, mandaba a cerrar la puerta y los postigos de las ventanas que daban a la galería y al patio central del Colegio (una suerte de hermosa plaza con sus bancos y canteros). Así evitaba miradas indiscretas, sobre todo las de la rectora, el vicerrector u otros. Entonces solía abrir un enorme portafolio que lo acom­pañaba y extraía de allí libros como un mago saca palomas de una galera encantada. Los libros surgían vivos y palpitantes, impregnados de la energía que El Pelado les había transmitido al leerlos y explorarlos. Traía marcadas páginas y párrafos. Empezaba a repartirlos, luego nos sentábamos en círculo, sobre los pupitres, y el Pelado decía: "A ver, Meneco, lee eso que tienes ahí", "Ruli, seguí vos"; "Morro, léenos lo tuyo". Leíamos en voz alta textos tan variados como la vida. Educación sexual (¡en 1963 y 1964!), cuentos de Jack London, reflexiones espirituales, un poema. Discutíamos, contábamos lo que sentíamos o pensába­mos sobre esos textos. El Pelado estimulaba la conversación con brío, con entusiasmo, con picardía, con comentarios lúcidos.

● El Pelado sabía exactamente qué le pasaba a cada uno de nosotros. Sabía de los amores y desamores, de las esperanzas y desencantos, de las dificultades más íntimas y de los logros más preciados de cada uno de esa treintena de muchachos en preparación para la vida. Y nos preguntaba, y nos escuchaba, y nos ayudaba a pensar y, si lo pedíamos, nos aconsejaba, y nos acompañaba. Nadie se hacía la rata en sus clases. Y nunca un grupo de estudiantes de secundaria debe de haber acudido con tanta urgencia y entusiasmo a la hora de Educación Física. Porque allí, a la tarde, vestidos de fajina, la seguíamos. Para el Pelado Presti cada uno de nosotros era un ser único, nos diferenciaba y nos hacía sentir distintos, nos remitía a nuestra originalidad esencial.

● Tenía tiempo, oídos, ojos, mente y corazón para cada uno. Y era nuestro referente, nuestro guía en las zonas oscuras, nuestro proveedor de valores y el celoso guardián de nuestras confesiones más íntimas. Hoy me parece increíble que ese tipo tuviera apenas 37 años cuando hacía todo aquello (y lo hacía año tras año, con cada nueva camada y lo había hecho antes, siendo aún más joven, y lo siguió haciendo después por muchos años y no abandonó la acti­tud ni aun jubilado). Tan sólo 37 años. La edad en la que hoy tantos andan enredados, sin rumbo y sin un propósito, en los balbuceos de una adolescencia eterna, interminable, patética.

● Nunca lo olvidé, había aprendido mucho con él, había aprendido cosas esenciales. A mí y a mis compañeros Pepe nos enseñó que éramos valiosos, que éramos personas, que merecíamos tiempo de parte de un adulto, que para ese adulto era importante orientarnos. Pepe nos transmitió valores y lo hizo a tra­vés de su conducta, de sus actos y gestos. Era una enseñanza homogénea, activa, sólida, nutricia. Pepe se ocupaba de nosotros, con nosotros, y lo hacía simplemente porque éramos nosotros, porque le importábamos y no porque lo ordenaran la currícula, el protocolo, el ministro o porque lo pidieran nuestros padres. Nuestra simple existencia nos hacía importantes para él. Lo que yo aprendí con Pepe se me pegó a la piel, se hizo parte de mí, me constituyó como persona. Al lado de un adulto como Pepe Prestí, el querido Pelado, ningún chico puede ser ni sentirse huérfano.


● Lo encontré vital, lúcido, cuestionador de las estupideces y perversiones de los modelos sociales vigentes, visionario, lleno de ímpetu, de conocimientos, de iniciativas, de ideas y de amor. Anda en bicicleta, pasea en bermudas por las calles santiagueñas. Camina a buen ritmo, y me hizo mucho bien sentir su mano tomando mi brazo (como si aún me guiara) mientras andábamos por las viejas y queridas veredas de siempre. Y está su mente. Una mente de 81 años funcionando a pleno, dando lecciones de empatía, de claridad. Y su corazón, amplio y profundo como siempre o más.

● Hoy es el terror de los médicos, quiere ser, como él dice, "un paciente horizontal", no una sombra muda aplastada por la soberbia omnipotente de un médico. Se informa, pregunta, discute, hace sus propias propuestas, exige que le expliquen. "Soy yo el que pone el cuerpo, después de todo", sonríe mali­cioso con esa mirada inconfundible. Gracias a eso evitó opera­ciones innecesarias, encontró caminos nuevos y alentó a sus médicos a que los recorrieran con él. Sigue cuestionando la infatuada soberbia de quienes apos­trofan sobre docencia, educación y crianza sin mancharse las yemas de los dedos tocando a un niño de carne y hueso. Propone ideas sencillas, profundas y revolucionarias, muchas de ellas un homenaje a la sabiduría del sentido común. Es todavía hoy un referente para jóvenes docentes, para reli­giosos, para intelectuales. Si alguna vez lo entrevistan en el dia­rio o la radio, sus palabras producen un terremoto de media­na intensidad.

● Lo encontré tal como lo recordaba. Pepe Presti, un profesor de Italiano y de Educación Física. había llegado a influir en casi todas las actividades del Colegio. "¿Cómo puede ser que este tipo cobre lo mismo que noso­tros?", se preguntaban algunos de sus colegas, titulares de materias "prestigiosas". Nada se le escapaba. Iba a nuestras casas, generalmente en horas de la siesta, cuando en Santiago del Estero todo el mundo está en su refugio, tocaba el timbre y juntaba a los padres con los hijos para dirimir cuestiones que tanto podían referirse a conducta, como a rendimiento en el estudio o a temas personales de los chicos. Después de cua­renta años, gracias a ese viaje que me reunió con Pepe, me volví a encontrar con la mayoría de mis compañeros del Colegio. Todos recordaban esto, la mayoría tenía una anécdo­ta personal al respecto. Varios le dijeron "Vos me salvaste la vida" o "Gracias a aquella vez que fuiste a mi casa, hoy soy lo que soy".

● Cuando se encuentra con quienes fueron sus alum­nos por las calles de Santiago (¡fuimos tantos a lo largo de tan­tos años!), Pepe les da un beso en la mejilla ("Aunque se avergüencen, semejante grandores", dice) y les recuerda (como me lo recordó a mí) que son sus hijos adoptivos. O espirituales, como también gusta decir. Nosotros, los hijos, lo tratamos con cariño, lo desafiamos con bromas, nos las responde. Una noche de hace pocos meses, reunido con una veintena de aquellos compañeros y con Pepe, en Santiago, compartiendo en una cena, charla, recuerdos, palmadas y abrazos, me abstra­je por un momento, ocupé el papel de observador, nos con­templé y pensé: "Fuimos bendecidos". Y agradecí a quien hubiera que agradecer. Luego, volví a la charla.

● Pepe Presti dedicó su vida y lo mejor de sí a educar, a criar, a formar, a transmitir, a legar, a guiar, a transfundir valores e instrumentar, a sus hijos propios y a los chicos que la vida puso en su camino, para que pudieran crecer como seres autónomos, valorados, con confianza en sí, capacitados para encontrarle un sentido a la propia vida. Nada fue fácil para Pepe. Fabricó tiempo donde no lo tenía, aprendió lo que no sabía, se animó en los territorios que le eran descono­cidos, se hizo cargo, asumió su responsabilidad, no delegó, no miró para otro lado, no hizo la plancha, jamás le tuvo miedo a sus hijos, ni a los de sangre ni a los que fue adoptando. No temía a quienes amaba. Aprendió de ellos lo que tuvo que aprender y les enseñó lo mucho que tuvo y tiene para enseñar.

● En una sociedad cada día más huérfana de trascendencia, de espiritualidad, de consistencia emocional, de respeto, y honra hacia el otro, en una sociedad en la que quienes deben criar y educar dejan, cada vez más, a los chicos a la deriva o en manos de auténticos depredadores sedientos de lucro, sin ética y sin moral, Pepe Presti es un emergente que genera esperan­za. Uno de tantos, sin duda. El que, afortunadamente, estuvo en mi vida. Hay, estoy seguro, muchos Pepe Presti. Pero son muchos más los necesarios. En la sociedad de los hijos huérfanos, Pepe Presti no dejó huérfano a nadie, jamás. ¿Qué otra cosa se le puede pedir a un padre, a un Maestro? Querido Pepe, misión cumplida.


miércoles, 18 de marzo de 2009

Servicio Grupal Solidario

Entrega de Pañales en Centro Comunitario Carrusel.
Fiscalizado en este caso por voluntarios de la Asociación Civil "La Vida como Escuela", la empresa Carrefour, sucursal Bernal, entrega productos de decomiso en lugares de alta necesidad, como por ejemplo el Centro Comunitario Carrusel, ubicado en la rivera Quilmeña. Se entregaron gran cantidad de pañales descartables a mamás de familias numerosas. Fueron alrededor de 10 cajones conteniendo paquetes de pañales de distintos tamaños. Debido al costo de éstos, es prácticamente imposible de adquirir para los habitantes del barrio. Luego los voluntarios, bajo la lluvia y patinando sobre el barro se adentraron en el asentamiento buscando los hogares más alejados y llevando personalmente, casa por casa, gran cantidad de ropa producto de donaciones de particulares que amorosamente colaboran con esta tarea.
Reflexionando, podemos decir que podemos ser útiles a la vida, en cualquier lugar en donde vivamos, sin mayor expectativa que irradiar alegría, sencillez y bueba voluntad, iluminando los ambientes por donde pasamos, con tareas tan simples como estas. Ustedes también pueden participar de estos trabajos, no solo en Quilmes, sino en cualquier lugar del Conurbano y La Plata. Lugares en donde haya voluntarios de La Vida como Escuela, habrá posibilidades de servir a la vida, ayudando al prójimo para crecer en conciencia.



Imágenes del barrio y de las mamás recibiendo pañales para sus hijos.




















Si quieren participar de tareas similares , escriban :
rubitofuente@gmail.com
y a la brevedad nos comunicaremos.


Un abrazo y que hagamos un buen día!...









martes, 17 de marzo de 2009

Una vacuna para el Ego


Por José Presti


Cuando hacemos las cosas bien, llega el éxito. El éxito atrae la atención y el interés de las personas. El interés de las personas nos gusta tanto que muchas veces solo trabajamos para él y nos alejamos de lo que realmente nos llevó al éxito. Cuando los cardenales eligen al nuevo Papa, lo cargan en un asiento especial. Pero, en el camino a su trono, el pontífice es bajado dos veces al piso, para que recuerde de dónde vino y mantenga siempre la humildad.
Esta ceremonia tiene raíces en la esencia del ser humano. Cuando estamos en una posición de poder o prestigio, es fácil embriagarse con la atención y el interés de las personas. El poder es una droga adictiva que engancha a nuestro Ego y nos cuesta mucho esfuerzo dejarla. Lo que hacemos es entregarle a las personas poder sobre nosotros. Si nos miran, se interesan por nosotros y nos rinden pleitesía, entonces sentimos que valemos. De lo contrario, nos sentimos ignorados y como si no tuviéramos ningún valor.
Hoy en día existen muchas personas que fueron empresarios exitosos en años anteriores, pero que ahora lo han perdido todo. Sus empresas quebraron, ya no tienen poder y es frecuente verlos deprimidos. Esta depresión se origina, más que por un tema económico, porque ya no se consideran- «importantes» para otras personas. Han perdido su poder y, con él, su sensación de valía y competencia personal. Ya no tienen la «droga» y no saben cómo encontrarla.
Un amigo, que estuvo muy cerca a un candidato que se creía ganaría ciertas elecciones, me comentó que, en esos tiempos, la gente lo buscaba en las reuniones sociales con mucho interés. Celebraban sus bromas, lo veían esbelto, simpático; todos escuchaban cada palabra que decía con suma atención. Sin embargo, cuando el candidato perdió, ya nadie lo buscaba. Se sentía el hombre invisible. De la noche , a la mañana sus bromas fueron de mal gusto. Además, ¡cómo había envejecido! Lo increíble es que él seguía siendo la misma persona. No había cambiado, pero el interés de la gente sí.
Cuando basamos nuestra valía personal en lo que la gente piensa de nosotros, nos convertimos en seres dependientes. Nuestra felicidad deja de depender de nosotros y pasa a depender de los otros. Es como si olvidáramos que sabemos respirar y le pidiéramos, a cada persona que vemos, que nos aplicara respiración artificial. Vamos de persona en persona buscando «su interés» o el aire para respirar
Sin embargo, no lo necesitamos. Tenemos la capacidad de respirar solos, pero lo olvidamos, creyendo que sin el interés de las personas no podremos hacerlo.
Cuando trabajamos para lograr que la gente nos mire, estamos siendo manipulados por nuestro ego. Cuando trabajamos para dar lo mejor de nosotros mismos a fin de contribuir con alguna actividad que tiene significado, nuestro verdadero ser aflora.
Cuentan que cuatro sabios encontraron en el bosque unos huesos de tigre. Para mostrar su habilidad, uno de ellos dijo: «Yo puedo recrear el esqueleto completo de este animal», y así lo hizo. Otro sabio prometió devolverle al animal su carne, su piel y su sangre. Y así lo hizo. El tercero, para demostrar que era el mejor, dijo: «Yo puedo regresarlo a la vida». El cuarto sabio le pidió que no lo hiciera; dijo que lo creía capaz, pero que dejara las cosas así. Pero el sabio insistió en demostrarles su poder. El cuarto sabio pidió, entonces, tiempo para subir a un árbol. Cuando el tercer sabio le dio vida al animal, el hambriento tigre devoró a los tres sabios que estaban a su costado. El cuarto observó con impotencia la suerte de sus compañeros desde el árbol
No deje que su ego lo devore en la vida alejándolo de la verdadera felicidad. Si usted quiere vacunarse contra él, controle sus pensamientos. Piense cómo puede contribuir y servir en todo. lo que hace. Deje de pensar solo en usted, en destacar y en figurar, y piense mejor en todo lo que puede hacer para ayudar y permitir crecer a las personas de su entorno.

domingo, 15 de marzo de 2009

"Estar Bien", con uno mismo…"Estar Bien" con los demás...


Entrevista a Jacques Salomé


Este psicólogo y sociólogo francés, experto en relaciones humanas, que lleva más de 30 años explorando las misteriosas y complejas fa­cetas de lo que constituye, para él, lo esencial de la vida: la comunicación, ha creado un método para vivir más plenamente y entendernos mejor con el entorno, al que el mismo llama Ecología de las Relaciones.

Párrafos extraídos de la revista Uno Mismo, marzo de 2009।

Por María Laura Ferro Traducción: Joselyne Vanclef


-¿Por qué es tan difícil 'estar bien', con uno mis­mo y con los otros?
-Principalmente por nuestra propia desvalori­zación. Porque nos dejamos definir por el otro y también lo definimos, con la esperanza de que responderá a nuestras expectativas.
Salomé se define a sí mismo como “un ex dis­capacitado de las relaciones humanas, quien pa­só gran parte de su vida tratando de comprender que le correspondía dejar de responsabilizar a los demás, a la sociedad, a los astros, a Dios, de sus desgracias y de sus malestares... Me llevó mu­cho tiempo comprender que sólo dependía de mí aprender lo que podía ser una 'puesta en común' respetuosa de mí mismo y del otro, de proponer intercambios de reciprocidad y renunciar a las creencias erróneas transmitidas, desde mi tierna infancia, practicadas desde siempre en mi entor­no". Estas "creencias erróneas" conforman lo que él denomina "Sistema S.A.P.P.E. de comunica­ción disfuncional".

-¿En qué consiste este sistema?
-Son las siglas de: S de sordo (sourd); A de ciego (aveugle); P de pernicioso (pernicieux); P de per­verso (pervers); E de energetívoro (que “le come” la energía a los demás). Es decir, una comunicación caracterizada por la desvalorización del otro, la desconfianza, la ame­naza, el chantaje, la culpabilización y el rechazo a responsabilizarse, para permanecer en relacio­nes de poder con respecto al otro. Es el sistema en el cual todos hemos sido educados (es uni­versal, lo he visto en Europa, en Canadá, en África del Norte y en Japón, que son las cuatro culturas en las que tuve ocasión de intervenir). Funciona a partir de cinco elementos:

1. Prescripciones: hablamos sobre el otro en lugar de hablarle al otro. "Deberías querer a tu herma­no, tendrías que ser más amable, podrías esfor­zarte un poco".

2. Desvalorizaciones, (y) descalificaciones. "Te­nés mal carácter, sos egoísta, no haces ningún esfuerzo...".

3. Amenazas, chantaje: "Terminarás mal". "Si con­tinuas así, te voy a dejar...".

4. Culpabilización (el otro es responsable de lo que sentimos): "desde que me dejaste no ten­go más ganas de vivir, es por tu culpa que co­mencé a tomar...".

5. Relaciones dominador - dominado, en las que se practican el enfrentamiento (y no la confron­tación), la oposición o la sumisión (y no la oposición y la afirmación...): "tu punto de vista no tiene importancia, si reflexionaras un poco más, te darías cuenta de que soy yo el que tie­ne razón…".

Los seres humanos aprendemos a comunicar­nos mal, de una forma espontánea, basada en la buena voluntad, los buenos sentimientos y una sinceridad ciega, olvidándonos que estamos híper-condicionados por un sistema relacional, fa­miliar, escolar y social que domina en nuestra cultura... Y esto produce los efectos perversos que ya conocemos: falta de confianza en uno mis­mo; persistencia de las relaciones dominante/do­minado; aumento de las dependencias; expan­sión de la violencia...

-Así nos comunicamos... ¿Cómo sería comuni­carse más saludablemente?
-'Comunicar" significa poner en común a partir de 4 pasos: poder pedir, poder dar, poder recibir y poder rechazar. Cada uno de estos puntos de­be estar equilibrado respecto de los demás. Si hay hipertrofia o hipotrofia de alguno de ellos, la rela­ción está desequilibrada, por ende, "sufriente"... Para lograr una forma más sana de comunicación creé el método E.S.PE.R.E. (Energía Específica Pa­ra una Ecología Relacional Esencial). A través de este método, quise proponer algunos parámetros apoyándome en mi propio recorrido y en el de los seres que marcaron mi vida. Dichos parámetros son necesarios para todo cambio, para mante­nernos anclados en nuestro eje. Son paráme­tros válidos y dignos de este nombre, que si bien no dictan cuál debe ser el camino, son como 'balizas' que nos ayudan a mantenernos en él, sin por ello impedir que nos cuestionemos perma­nentemente y busquemos otros rumbos.

Cruzada por la humanidad.
En sus más de 60 libros, que fueron traducidos a 23 idiomas, ha tratado las relaciones conyuga­les, las relaciones con los hijos, la comunicación en el colegio, la relación con uno mismo y, recien­temente, las del universo del trabajo... También ha dado un gran número de conferencias, ma­yormente en países francófonos. Él cuenta así el propósito de su cruzada: "Deseo sensibilizar a las personas en la auto-responsabilización fren­te a los acontecimientos de la vida, y convocar­las a practicar una comunicación relacional, no violenta, que se opone a la comunicación de con­sumo que predomina actualmente, que se ca­racteriza por la circulación de la información y la relación con 'lo lejano', en detrimento de la relación con lo próximo y cercano", dice.

-¿Cuáles serían las claves para lograr esto?
-Quien quiera lograr bienestar y mejorar sus rela­ciones debería proponerse:
• Explorar las zonas de sombra en su personali­dad, que lo encadenan a las relaciones consigo mismo y con los demás.
• Aprender a sobreponerse a las violencias, heri­das y sufrimientos.
• Salir de las fidelidades alienantes para ir hacia la fidelidad a sí mismo.
• Vivir los sucesivos duelos de la existencia, salir de ellos fortalecidos y crecer.
• Descubrir la esperanza espiritual que existe en cada uno de nosotros.

-¿De qué depende el éxito de este aprendizaje?
-El trabajo personal requiere de un esfuerzo ho­nesto, la aceptación de la propia historia, y mu­cha energía para recorrer el camino que condu­cirá a una mejor y más sana manera de vivir. Co­rresponde a cada uno buscar los medios para encontrar lo mejor de sí mismo y de los demás, con lucidez y coherencia. Se trata de no traicio­narse en nombre de un sentimiento hacia el otro, de no alienarse por el miedo a perder al otro si éste no corresponde a mis deseos o expectati­vas... En definitiva: "saber ser"; que haya coherencia entre lo que pienso y lo que digo, entre lo que siento y lo que hago. La clave es la RES­PONSABILIDAD: responsabilidad en el compro­miso con uno mismo, responsabilidad en la acción, que se estructura alrededor de nuestra capacidad de poder transmitir.

-Usted dice en uno de sus libros que habría que crear "oasis relacionales y luchar contra la desertificación de las ciudades... ¿Es decir?
-La urbanización y la expansión de las grandes me­trópolis favorecen cada vez más el aislamiento del individuo, alimentan la violencia y la auto-violencia. La presencia de la televisión mata la comuni­cación íntima y propulsa al individuo, sobre todo hoy en día, a mundos totalmente virtuales, con­vertidos en sinónimos de escape y de hemorragia relacional. Veo una soledad desesperante, en los "hambrientos" o los desheredados de la comuni­cación, por eso el enorme éxito de los consultorios de terapia, donde se paga, sobre todo para ser es­cuchado y comprendido. Llamo "oasis relacional" a un lugar de encuen­tro, de palabras y de intercambio, que estaría abierto, en cada ciudad o barrio; y donde sería posible hablar, ser escuchado, poder cuestionar­se y clarificar los grandes temas existenciales de cada uno.

-Las relaciones hombre-mujer han evolucionado mucho en estos últimos treinta años, ¿cuál es su visión al respecto?
-Desde hace alrededor de treinta años, son so­bre todo las mujeres las que han hecho evolucio­nar considerablemente la comunicación. Han aprendido a definirse mejor, a salir de dependen­cias afectivas, materiales y sociales, en las cua­les permanecieron ¡encerradas durante siglos! Hoy se atreven a hacerse cargo de sus deseos y sobre todo se atreven a concretarlos, por me­dio de elecciones de vida, concreciones profesio­nales, familiares, etc. Las relaciones "hombre-mu­jer", están en una fase de transición. Las muje­res deben aprender a manejar numerosos con­flictos intrapersonales para equilibrar todos los roles de sus vidas. Los hombres no han in­tegrado aún esta mutación. Están a la defensiva, lo que mantiene comportamientos agresivos, so­bre todo cuando sienten impotencia o desarrai­go. Me parecen todavía prisioneros de una ima­gen "decadente", demasiado encerrados en el "hacer". No han, todavía, descubierto el placer de simplemente "SER".

-¿Por qué este camino es más fácil para unos que para otros?
-Todo cambio incluye obstáculos y riesgos que no nos atrevemos a asumir. Todo cambio es personal y sin duda le es “más fácil” a quién se respeta a si mismo. El saber “devenir uno mismo” depende del grado de concientización con respecto a la propia historia, de la clarificación, de las fidelidades, de las misiones atribuidas, de las lealtades de las que dependo, frente a las per­sonas significativas del pasado y del presente. Es un aprendizaje vinculado a la capacidad de integrar los cambios, replanteos y cuestionamientos, así como a la posibilidad de adaptarse a las rápidas mutaciones evolutivas del mundo en el cual vivimos.

Ser fiel a mí mismo
Evalúo el camino recorrido desde los titubeos de mi adolescencia. En esa época, buscaba la aprobación de to­dos los que se cruzaban por mi ruta; necesi­taba gustar, a cualquier precio, y sobre todo no disgustar o entristecer a aquéllos con los que me encontraba. Quería ser aceptado incondicionalmente y, entonces, me dedicaba, con mucho cuidado, a presentarme con la imagen que creía era la más favorecedora pa­ra mí. En pocas palabras, no me respetaba mucho, estaba lejos de ser fiel a mí mismo. Me tomó mucho tiempo salir de ese conflic­to, permanentemente actualizado entre una pseudo fidelidad al otro y una pseudo fideli­dad a mí mismo.
Un camino de libertad se fue perfilando po­co a poco, sin culpabilidad con respecto al otro, dentro de una suave y tranquila fuer­za, cuando me arriesgué a definirme en mi diferencia, a afirmar mis umbrales de tole­rancia frente a tal o cual relación o conduc­ta propuesta por el otro, a expresar mis re­ales sentimientos o a posicionarme sin ne­cesidad de encerrarme en el silencio o el enfurruñamiento.
Recuerdo, por ejemplo, cómo, al comienzo de la vida adulta, mi modo defensivo de abordar un obstáculo o una situación peno­sa, desencadenaba una sucesión de reaccio­nes en cadena que movilizaban lo esencial de mis energías, sin que, sin embargo, la si­tuación progresara, y cuyo resultado me lle­vaba a victimizarme aún más. Actualmente veo el espectro de posibilida­des que se me ofrecen: no alimentar la opo­sición sino favorecer la no-posición; no cultivar el enfrentamiento sino buscar debatir ideas; apoyarme sobre los puntos co­munes en lugar de poner en evidencia los antagonismos; renunciar a ser definido por el otro y arriesgarme a situarme, a afirmar­me, a encuadrar las situaciones para no cargar con los problemas de los demás. Una de las posiciones relaciónales que más me hizo progresar fue, cuando no era positivo para mí, no conservar lo que provenía del otro y atreverme a restituir los mensajes tó­xicos (palabras o comportamientos) que me herían.
Aprendí a formar alianzas, a encontrar la buena distancia, a relativizar y sobre todo a no cultivar el resentimiento, a arriesgarme a un conflicto abierto más que a permanecer en los no dichos y las reflexiones estériles. Entre todo y nada, existe una multitud de posibilidades que pueden ser exploradas y vividas.
En este momento, alrededor de mí, se están produciendo muchos cambios: relaciones que se desvanecen, muertes, seres que pa­recen fiables y que, en realidad, son incons­tantes, una profundización de los recursos y los beneficios de la soledad, una reconcilia­ción con mi cuerpo que se estaba cansando de advertirme que debía estar más atento e inclusive ser más benevolente con él. Intento saborear la vida con lucidez y ternu­ra, como un regalo que se renueva cada día. Avanzo teniéndome lo más erguido posible, aunque una de mis piernas se arrastre un po­co, le doy coraje para que siga acompañán­dome. Tenemos tantas cosas para descubrir.

¿Qué es la ecología de las relaciones?
Salomé responde: "Es el sistema de comunicación basado en las posibilidades de aceptar confrontaciones lúcidas, con posicionamientos claros, a fin de que cada uno se sienta pleno. Una comu­nicación alimentada de la capacidad real de poner en común diferencias y complemen­tar/edades. La ecología relacional está ba­sada sobre la puesta en marcha de un conjunto de normas de higiene relaciónales, se la podría enseñar en la escuela como una materia más, del mismo nivel que las mate­máticas, la geografía, la biología o la histo­ria. Todo ello para privilegiar una escucha posible de las necesidades vitales y de las necesidades relaciónales de cada ser huma­no, para favorecer las relaciones no violen­tas entre los humanos, bajo el modelo de un equilibrio -que debe ser creado cotidiana­mente- entre pedir, dar, recibir, rechazar. Una dinámica que desarrollará en las muje­res y en los hombres de hoy en día, la capa­cidad de proponer relaciones de reciproci­dad, en las que cada uno de sus protagonis­tas podrá vivir la tolerancia, la aceptación de las diferencias, el respeto de sí mismo y del otro, un mínimo de compasión y de es­cucha. Escribí un libro de 300 páginas so­bre estos conceptos: 'Para no vivir más so­bre un planeta mudo', de Editorial Albín Michel. El modelo supone un cambio de nues­tra relación no sólo con los demás seres hu­manos, sino con las diferentes especies ani­males, con la flora, con los espacios que de­bemos proteger, con todo lo que está vivo en nuestro planeta; es una aceptación de la biodiversidad, una búsqueda más amplia para implantar un desarrollo durable".

Su obra reciente
Publicado en Francia en septiembre del 2008, el libro ¿A quién haría su­frir siendo yo mismo?, Editorial du Relie, está ubicado entre los más vendidos de su país. Además, Jacques Salomé formó parte de los 60 psicólogos representados en la reciente obra "Vivir mejor mi vida", ba­jo la dirección de Sylvie Ángel, Larousse Psi­cologías, 2008-10-29. Otros títulos son: El coraje de ser tu mismo, Ed. du Relie; Creí que era suficiente con amarte; ¿Por qué es tan difícil ser feliz?. Más información: www.j-salome.com

viernes, 13 de marzo de 2009

Ritos de la buena mesa


La hora de comer suele ser la única oportunidad que tenemos para reunirnos y compartir, no sólo el alimento sino la vida misma.

Nuestra manera de comer –nuestra conversación o nuestro silencio en la mesa, nuestra manera de bendecir, hasta nuestra actitud al masticar la comida- puede convertirse en una práctica que nos ayuda a recuperar el hogar perdido.
El acto de comer es en gran medida un misterio. Cuando nuestro cuerpo ingiere alimentos una corriente de vida fluye a través de nosotros. El educador y filósofo Rudolf Steiner creía que, en el futuro, el acto de comer ya no se concebiría como una mera actividad física, sino que se transformaría en un todo consumado con el alma y el espíritu. Y escribía: “¿Por qué los iniciados de todas las épocas han instado a las personas a orar antes de comer? La oración tenía el fin de afirmar que, junto con la comida, el hombre recibe una sustancia espiritual”.
Sin embargo a diferencia de nuestros ancestros o incluso, de los habitantes nómades en la actualidad ya no formamos un todo con el mundo de la naturaleza. Hubo un tiempo en que la vida cotidiana estaba íntima y profundamente conectada con las fuerzas naturales: ahora, en cambio, los niños son los únicos que parecen conservar ese vínculo.
Cuando somos adultos, dejamos de percibir muchas de las impresiones que nos llegan por medio de nuestros sentidos; y cuando por fin advertimos algo que siempre estuvo allí, exclamamos: “Qué curioso, jamás lo había notado”. La rutina, la prisa o la incesante actividad de nuestra mente son algunas de las circunstancias que nos alejan del aquí y ahora de la vida.

El pan nuestro.
Más allá de la fibra, la grasa, el sabor, la corteza, ¿Acaso alguien se pregunta qué es, en verdad, lo que se lleva a la boca en el momento de sentarse a la mesa? Nos estamos comiendo la vida misma: infinidad de fuerzas poderosas descienden hasta nosotros desde el cosmos y otras tantas nos llegan desde la Tierra. Nuestra nutrición no proviene únicamente de las moléculas físicas de los alimentos, sino también de la energía y del espíritu vital que éstos contienen.
Un día nuestra hija Maya estaba desayunando con una amiga, y juntas cortaban trocitos de una tostada para alimentar a sus muñecas. Yo le pregunté si las muñecas y las niñas comían lo mismo, o si las muñecas preferían otro tipo de alimentos. La amiga de Maya me respondió, dándolo por sobreentendido: “Las muñecas comen el espíritu que está en la parte de adentro de la tostada, pero nosotras comemos la parte de afuera”.
El médico Larry Dossey escribe: “Existe sólo una manera válida para compartir con el universo, sin importar que lo compartido sea el alimento, el agua, el amor de otra persona o, aunque sólo sea una píldora. Esa manera se caracteriza por la reverencia, una reverencia que nace de sentirse partícipe del universo, de un sentido de afinidad con la materia y con quienes nos rodean”.
Sentarse a comer juntos es una manera eficaz de practicar esto todo los días. La comida familiar encierra el corazón de la familia, no importa lo mucho o poco que abarque la palabra “familia”. Cuando los que se consideran una familia se sientan a comer juntos, se fortalecen la armonía, la energía vital del grupo y la de cada uno de sus miembros. La hora de comer suele ser la única oportunidad que tenemos para reunirnos y compartir, no sólo el alimento sino la vida misma.
Un estudio reciente señala que entre las familias que cenan juntas, casi cuatro de cada diez miran televisión, estudian, trabajan o leen mientras comen. Mi familia solía hacer lo mismo. Nos vimos obligados a cambiar cuando mi marido se enfermó y descubrimos que comer juntos sin este tipo de distracciones constituía una práctica sencilla pero poderosa. Tal como ocurre en millones de hogares, nuestra familia experimenta cambios y etapas de crecimiento, dejando atrás antiguos patrones de conducta para descubrir caminos más verdaderos de convivencia. No es un trabajo fácil, pero el ritmo y el ritual de comer juntos nos proporciona la guía que necesitamos para pasar los momentos difíciles. Así como un niño necesita un punto interno desde donde lanzarse a explorar el afuera, los adultos necesitamos un ritmo cotidiano que nos mantenga conectados. El ritmo de comer juntos, como dos manos gigantes, nos mantiene seguros cuando todo a nuestro alrededor bulle en medio del caos.
La raíz de muchos problemas familiares es el temor al cambio. Una familia puede encerrarse en un círculo vicioso si se niega a abrirse a un cambio saludable. Cuando una sensación de paz inunda un hogar, aunque sea sólo por el tiempo que dura un suspiro, entonces el camino al cambio está abierto. Este instante fugaz nos fortalece, porque nos obliga a buscar significados internos. Abrimos el camino al misterio del acto de comer cuando nos ofrecemos a nosotros mismos al sentarnos a la mesa; cuando, al comer nuestro alimento, nos convertimos en él.

Celebrar la comida.
El ritual consiente puede llegar al corazón por medio de los sentidos. Abarca el gusto, la fragancia, el canto, el silencio o la belleza. Cortar un trozo de pan durante una comida, admirar la belleza de unas flores sobre una mesa, sentarse un instante en silencio, o tan sólo cantar una estrofa, todo es alimento para el alma. La sensación de armonía que surge cuando una familia se toma de las manos antes de comenzar a comer, o cuando permanece un instante en silencio, puede quedar grabada en un niño por el resto de su vida. Es el momento en el que padres e hijos olvidan los problemas cotidianos y se reúnen para celebrar.
Muchas culturas tienen rituales para celebrar el acto de compartir la comida. Nuestro amigo Miguel nos invitó a conocer la costumbre judía del Sabbath del viernes por la noche. Los niños escuchaban en silencio mientras él agradecía los alimentos recién horneados sobre la mesa. Cuando Miguel cortó un trozo de pan, y con las palabras “Buen Sabbath” se lo ofreció a una de nuestras hijas, sus ojos se inundaron de sorpresa. Mantener la solemnidad del ritual resultaba difícil para los niños, de modo que muy pronto todos estábamos riendo, con la nueva serenidad que la bendición nos había transmitido.

Masticar cien veces.
Ahora, nuestro idioma abunda en descripciones que evidencian nuestra ansiedad por comer deprisa: comida al paso, tragar de un bocado, picar algo y salir corriendo. Comer se ha convertido en una actividad riesgosa. En los Estados Unidos, atragantarse con los trozos de carne sin masticar es una causa frecuente de muerte accidental. Los investigadores lo llaman “muerte por ingesta de alimentos”. A muchos de nuestros abuelos se les enseñó a masticar treinta veces cada trozo de comida, conocían la sabiduría de la masticación.
Noboru Muramoto, maestro de sanación oriental tradicional, explica la importancia de masticar: “La buena masticación favorece el poder de sanación, un sistema inmunológico fuerte y el rejuvenecimiento del cuerpo... La masticación no satisface la curiosidad intelectual; es una cuestión de práctica”.
Masticar minuciosamente requiere reflexión y concentración: si ambas facultades están presentes entonces el acto de masticar se convierte en un acto meditativo. Bien puede resultar, desde luego, algo rutinario y aburrido. Una vez tuve un sueño en lo que veía prometía ser un cuadro de naturaleza muerta: un jarrón con flores, un recipiente con frutas y una jarra con agua. “Qué aburrido, que poco original”, pensé. Entones una voz dijo: “Debes transformar esto en algo bello por tu modo de mirarlo”. Y los objetos comenzaron a relucir y a irradiar luz y colores exquisitos. Como en mi sueño, somos nosotros quienes podemos ver la masticación o cada acto cotidiano como rutinario o creativo.
He comprobado que cuanto más ocupada estoy menos voluntad tengo de masticar. Me impaciento y como más rápido. Cuando me desacelero, respiro profundo y me concentro en lo que como; me obligo a prestar atención y, entonces, vuelvo a encontrarme con mi cuerpo, al que casi había olvidado.
Según un estudio realizado en la Universidad de Temple, en Filadelfia, los estudiantes que meditaban durante las comidas digerían el cereal mucho mejor que aquéllos que hacían ejercicios mentales de aritmética mientras comían. Con éste estudio se comprobó que la relajación no sólo hace que segreguemos más saliva, sino que aumenta los niveles de las encimas que mejoran la capacidad del cuerpo para digerir carbohidratos. La tensión hace disminuir la segregación de saliva y dificulta la digestión.
Que cada uno descubra por sí mismo qué lo hace sentir mejor. Yo recomiendo ir más allá de la masticación. El acto de comer puede ser una plegaria. Michel Abehsera, un místico judío nos entrega ésta oración al describir una comida de Sabbath, en la que prepara cholent, un plato que requiere 18 hs. de cocción:
“Debes prepararte para éste tipo de comida. No será fácil de digerir si no eres feliz. No me refiero a la felicidad común, la que es inherente a nuestra propia naturaleza y tiene sus propios límites. Hablo de la felicidad que es una orden del cielo. Esta felicidad es casi una proeza, es un gran catalizador que quiere verte transmutar la piedra en una crema suavísima y el veneno en una danza. Una comida de Sabbath y la alegría que la acompaña, la música, el canto, la luz, tocan un lugar de la memoria que vigoriza todo tu ser. Sólo un suspiro te separa del paraíso. Te han hecho rey. Por fin alcanzas tu dimensión verdadera”.