
Por Sergio Sinay
Abunda un discurso triunfalista acerca de una supuesta nueva paternidad, una "nueva paternidad" que no ha provocado una presencia masiva de hombres en las reuniones escolares de padres, en los consultorios de los pediatras, en las actividades formativas de sus hijos, en la conducción afectiva, en la disposición de límites y orientación de conductas, en la intervención amorosa y firme ante situaciones riesgosas de los adolescentes, en la capacidad de dialogar profundamente con los hijos aun discrepando.
La "nueva paternidad" de los flamantes discursos a la moda, se regocija de los pañales cambiados, de la disposición paterna a convertirse en "amigo" de los hijos (quienes ya tienen amigos, pero claman por un padre), de la flexibilización en las normas, de la propensión a "acompañar" a las mamás. Confunde diálogo con consen-timiento, permiso con desliga-miento. Bajo la etiqueta de la "nueva pater-nidad" se producen fenómenos contra-dictorios: de aquellos padres inacce-sibles, rígidos, que generaban acata-miento temeroso en los hijos, se ha derivado a un tipo de vínculo en el que los padres parecen temer culposamente a los hijos. Como conclusión de esto me atrevo a sostener que la "nueva paternidad" es sólo una nueva etiqueta y una nueva vestimenta para la orfandad paterna que padecemos. Está muy lejos de ofrecer una respuesta profunda, esencial, contrastante al modelo masculino tóxico, no le disputa su presencia hegemónica, no sana las heridas que éste viene produciendo a nivel social e individual.
Acaso tampoco se trate de crear un "nuevo padre". Vivimos en una cultura adicta a lo "nuevo", tan adicta que necesita novedades como el cocainómano ansia su sustancia. Devoramos "novedades" sin digerirlas, sin proceso metabólico, y acabamos por hacer de la palabra "nuevo" un simple sinónimo de fugaz, efímero, pasajero, banal, breve, fugitivo. Pretendemos llenar con lo "nuevo" los vacíos pavorosos de nuestras angustias existenciales. Y no lo lograremos. Porque esos vacíos sólo se reparan a través de lo trascendente, a través de lo significativo, de lo que nos revela y nos devuelve a horizontes espirituales perdidos. Antes que celebrar "nuevas" paternidades que serán rápidamente engullidas por la voracidad de aquel vacío, quizá debamos recuperar los contenidos de la paternidad esencial, ancestral, sus funciones inherentes, su ejercicio amoroso y responsable.
El Instituto Gino Germani (que depende de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires), publicó en mayo de 2006 un estudio realizado entre chicos y chicas de entre 15 y 21 años de toda la República Argentina, acerca de sus hábitos, gustos y conductas. El 82% de ellos dijo tener una mejor relación con su madre que con su padre. Una cifra que impugna, con la impiadosa frialdad de las cifras, el alboroto con que se anuncia por momentos a la "nueva paternidad". Una cifra que nos devuelve a la realidad. Se sigue delegando en la madre lo esencial de la responsabilidad sobre los hijos. Han cambiado las madres, sí. Trabajan, proveen, circulan por el mundo externo. Lo hacen muchas veces "a lo macho", porque ese mundo externo (el de las profesiones, las finanzas, la política, los negocios) se sigue rigiendo por las leyes de la masculinidad tóxica. Y, además, ellas siguen cargando con la preocupación y los deberes centrales acerca de la crianza. La mayoría de los padres acude a esas tareas (escuela, médico, fiestas, etcétera) sólo cuando tiene tiempo (es decir, en un tiempo residual, secundario). Las madres fabrican ese tiempo y comparecen. Los relojes, agendas y calendarios de los padres varones tienen la misma rigidez del paradigma masculino tradicional. Y, con demasiada habitualidad, los hombres, aún los que parecen más sensibles a esta temática, se guarecen todavía debajo de ese paradigma.
Hay que decirlo con todas las letras: la masiva incorporación de las mujeres al mundo del trabajo en los últimos treinta años, no ha sido acompañada por cambios tan profundos y complementarios en otros planos de la organización social. Así, más allá de casos individuales, que no marcan una tendencia, son ellas quienes tienen el problema real, cotidiano, de conciliar trabajo y crianza de los hijos. En una investigación al respecto publicada en la revista dominical del diario madrileño El País (21 de mayo de 2006), la directora general del buscador Google para España y Portugal, Isabel Aguilera, cuenta que, cuando viaja de Madrid a Barcelona por trabajo, suele llevar consigo a su pequeño hijo y lo deja durante el día en una guardería. Su caso, según esa nota, parece ser el de muchas mujeres. No abundan los episodios en los cuales son los padres quienes cargan a sus hijos en viajes de trabajo y se las arreglan para ubicarlos (en lo personal, he investigado sin encontrar ninguno). Por otra parte las guarderías, en las empresas que las tienen, se organizan en función y a pedido de las madres, jamás de los padres. En los marcos del paradigma que nos rige, para los hombres el trabajo es, en la gran mayoría de las situaciones, el que inclina la balanza cuando en el otro platillo están los hijos. En la misma investigación del periódico español, la gerente de recursos humanos de Banesto, una importante institución financiera, cuenta algo que cualquiera de sus colegas de cualquier corporación en cualquier lugar del mundo puede refrendar: de 9.100 empleados, sólo cuatro varones pidieron licencia por paternidad (que la hay), y apenas uno solicitó reducción de la jornada laboral para atender a su hijo. Esto se acerca mucho más a la verdad de la paternidad contemporánea que las imágenes mediáticas de padres cambiando pañales o los buenos deseos de quienes confunden, a partir de casos aislados, ilusiones con realidad.
La energía paterna es un nutriente vital para el crecimiento, para la transformación en acto de las potencialidades de los hijos, para su consagración como seres autónomos y libres. Nada más lejos del concepto patriarcal atávico de apoderarse de los hijos y sofocarlos bajo el rigor de la exigencia y el temor (lo que muchos hombres hacen cuando se acuerdan de ocupar el lugar paterno). Una sociedad con ausencia de padre deviene en una sociedad maternizada en exceso. Esto es tan nocivo como el exceso de paternidad autoritaria. Cuando ello ocurre hay hombres inseguros que desconfían de los otros hombres y temen a las mujeres, temor que ocultan tratando de halagarlas hasta la obsecuencia o de someterlas económica, social o sexualmente. Hombres bloqueados emocionalmente, que intentan disimular su inseguridad sobreactuando la dureza en los negocios, en la política, en el deporte, en la familia, en el sexo. La sociedad maternizada es una sociedad de mujeres abrumadas por la superposición de exigencias, de mujeres insatisfechas, demandantes de algo que los hombres de esta sociedad no pueden ofrecer (porque ni saben ni tienen). Es una sociedad de mujeres que desarrollan facetas de sí mismas, que se prueban autónomas y capaces, pero que están (con justicia) hambrientas de amor. Una sociedad maternizada es una sociedad en la cual hay una energía ausente: la del padre. Y, como bien dice, Anselm Grün, "no sólo la familia necesita del padre, también la sociedad lo necesita. Y hoy experimentamos una gran necesidad de padres en los que se pueda confiar". Así es en los hogares, así es en las instituciones, así es en las empresas, en los gremios, en los países. Abundan, todavía, los padres rabiosos o ausentes, duros o inaccesibles, recelosos o desorientados, culposos o competidores, "blandengues" (volviendo a Grün) o desentendidos. Faltan los padres guías, que apoyan, comprenden, nutren, generan alegría de vivir, de hacer, de sentir. Los padres que instrumentan, alientan y liberan.
La "nueva paternidad" de los flamantes discursos a la moda, se regocija de los pañales cambiados, de la disposición paterna a convertirse en "amigo" de los hijos (quienes ya tienen amigos, pero claman por un padre), de la flexibilización en las normas, de la propensión a "acompañar" a las mamás. Confunde diálogo con consen-timiento, permiso con desliga-miento. Bajo la etiqueta de la "nueva pater-nidad" se producen fenómenos contra-dictorios: de aquellos padres inacce-sibles, rígidos, que generaban acata-miento temeroso en los hijos, se ha derivado a un tipo de vínculo en el que los padres parecen temer culposamente a los hijos. Como conclusión de esto me atrevo a sostener que la "nueva paternidad" es sólo una nueva etiqueta y una nueva vestimenta para la orfandad paterna que padecemos. Está muy lejos de ofrecer una respuesta profunda, esencial, contrastante al modelo masculino tóxico, no le disputa su presencia hegemónica, no sana las heridas que éste viene produciendo a nivel social e individual.
Acaso tampoco se trate de crear un "nuevo padre". Vivimos en una cultura adicta a lo "nuevo", tan adicta que necesita novedades como el cocainómano ansia su sustancia. Devoramos "novedades" sin digerirlas, sin proceso metabólico, y acabamos por hacer de la palabra "nuevo" un simple sinónimo de fugaz, efímero, pasajero, banal, breve, fugitivo. Pretendemos llenar con lo "nuevo" los vacíos pavorosos de nuestras angustias existenciales. Y no lo lograremos. Porque esos vacíos sólo se reparan a través de lo trascendente, a través de lo significativo, de lo que nos revela y nos devuelve a horizontes espirituales perdidos. Antes que celebrar "nuevas" paternidades que serán rápidamente engullidas por la voracidad de aquel vacío, quizá debamos recuperar los contenidos de la paternidad esencial, ancestral, sus funciones inherentes, su ejercicio amoroso y responsable.
El Instituto Gino Germani (que depende de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires), publicó en mayo de 2006 un estudio realizado entre chicos y chicas de entre 15 y 21 años de toda la República Argentina, acerca de sus hábitos, gustos y conductas. El 82% de ellos dijo tener una mejor relación con su madre que con su padre. Una cifra que impugna, con la impiadosa frialdad de las cifras, el alboroto con que se anuncia por momentos a la "nueva paternidad". Una cifra que nos devuelve a la realidad. Se sigue delegando en la madre lo esencial de la responsabilidad sobre los hijos. Han cambiado las madres, sí. Trabajan, proveen, circulan por el mundo externo. Lo hacen muchas veces "a lo macho", porque ese mundo externo (el de las profesiones, las finanzas, la política, los negocios) se sigue rigiendo por las leyes de la masculinidad tóxica. Y, además, ellas siguen cargando con la preocupación y los deberes centrales acerca de la crianza. La mayoría de los padres acude a esas tareas (escuela, médico, fiestas, etcétera) sólo cuando tiene tiempo (es decir, en un tiempo residual, secundario). Las madres fabrican ese tiempo y comparecen. Los relojes, agendas y calendarios de los padres varones tienen la misma rigidez del paradigma masculino tradicional. Y, con demasiada habitualidad, los hombres, aún los que parecen más sensibles a esta temática, se guarecen todavía debajo de ese paradigma.
Hay que decirlo con todas las letras: la masiva incorporación de las mujeres al mundo del trabajo en los últimos treinta años, no ha sido acompañada por cambios tan profundos y complementarios en otros planos de la organización social. Así, más allá de casos individuales, que no marcan una tendencia, son ellas quienes tienen el problema real, cotidiano, de conciliar trabajo y crianza de los hijos. En una investigación al respecto publicada en la revista dominical del diario madrileño El País (21 de mayo de 2006), la directora general del buscador Google para España y Portugal, Isabel Aguilera, cuenta que, cuando viaja de Madrid a Barcelona por trabajo, suele llevar consigo a su pequeño hijo y lo deja durante el día en una guardería. Su caso, según esa nota, parece ser el de muchas mujeres. No abundan los episodios en los cuales son los padres quienes cargan a sus hijos en viajes de trabajo y se las arreglan para ubicarlos (en lo personal, he investigado sin encontrar ninguno). Por otra parte las guarderías, en las empresas que las tienen, se organizan en función y a pedido de las madres, jamás de los padres. En los marcos del paradigma que nos rige, para los hombres el trabajo es, en la gran mayoría de las situaciones, el que inclina la balanza cuando en el otro platillo están los hijos. En la misma investigación del periódico español, la gerente de recursos humanos de Banesto, una importante institución financiera, cuenta algo que cualquiera de sus colegas de cualquier corporación en cualquier lugar del mundo puede refrendar: de 9.100 empleados, sólo cuatro varones pidieron licencia por paternidad (que la hay), y apenas uno solicitó reducción de la jornada laboral para atender a su hijo. Esto se acerca mucho más a la verdad de la paternidad contemporánea que las imágenes mediáticas de padres cambiando pañales o los buenos deseos de quienes confunden, a partir de casos aislados, ilusiones con realidad.
La energía paterna es un nutriente vital para el crecimiento, para la transformación en acto de las potencialidades de los hijos, para su consagración como seres autónomos y libres. Nada más lejos del concepto patriarcal atávico de apoderarse de los hijos y sofocarlos bajo el rigor de la exigencia y el temor (lo que muchos hombres hacen cuando se acuerdan de ocupar el lugar paterno). Una sociedad con ausencia de padre deviene en una sociedad maternizada en exceso. Esto es tan nocivo como el exceso de paternidad autoritaria. Cuando ello ocurre hay hombres inseguros que desconfían de los otros hombres y temen a las mujeres, temor que ocultan tratando de halagarlas hasta la obsecuencia o de someterlas económica, social o sexualmente. Hombres bloqueados emocionalmente, que intentan disimular su inseguridad sobreactuando la dureza en los negocios, en la política, en el deporte, en la familia, en el sexo. La sociedad maternizada es una sociedad de mujeres abrumadas por la superposición de exigencias, de mujeres insatisfechas, demandantes de algo que los hombres de esta sociedad no pueden ofrecer (porque ni saben ni tienen). Es una sociedad de mujeres que desarrollan facetas de sí mismas, que se prueban autónomas y capaces, pero que están (con justicia) hambrientas de amor. Una sociedad maternizada es una sociedad en la cual hay una energía ausente: la del padre. Y, como bien dice, Anselm Grün, "no sólo la familia necesita del padre, también la sociedad lo necesita. Y hoy experimentamos una gran necesidad de padres en los que se pueda confiar". Así es en los hogares, así es en las instituciones, así es en las empresas, en los gremios, en los países. Abundan, todavía, los padres rabiosos o ausentes, duros o inaccesibles, recelosos o desorientados, culposos o competidores, "blandengues" (volviendo a Grün) o desentendidos. Faltan los padres guías, que apoyan, comprenden, nutren, generan alegría de vivir, de hacer, de sentir. Los padres que instrumentan, alientan y liberan.
Y la situación no admite más miradas distraídas ni postergaciones. Reinstalar, revivir la paternidad a partir de sus elementos esenciales y perennes, es, para los hombres, una manera de romper la coraza tóxica de los mandatos masculinos hegemónicos. Es darse una oportunidad única de desarrollarse como seres humanos compasivos y espiritualmente poderosos, es rescatarse del oscuro exilio emocional al que fueron culturalmente condenados. Los varones, que tanto gustan enfrentar desafíos, mostrar su potencia, su capacidad realizadora, su coraje, tienen en el rescate de la paternidad una aventura incomparable. No hay conquista física, no hay hazaña deportiva, no hay reto de ningún tipo que se le equipare. Es, en definitiva, la misma prueba que atravesó Ulises, el más grande de los héroes, quizás el primero. Partió como guerrero y regresó para recuperarse como padre. "Yo soy el padre que faltó en tu niñez. Yo soy él", le dice a su hijo Telémaco cuando regresa de su Odisea.
Si los hombres de hoy no quieren decir mañana esta dolorosa frase (no sólo a sus hijos, sino a sus mujeres y a la sociedad que componen), no pueden perder unís tiempo. Se impone terminar con Frases como "Mi hijo se me va de las manos", "No lo entiendo", "No sé qué hacer'] "Ocúpate vos", "No tengo tiempo", "No estay para más problemas", "Busquémosle un terapeuta", "Pago una escuela cara para que se ocupen de él", "Soy así porque mi papá fue así conmigo". Aunque suene duro decirlo, son frases muy cobardes, para quienes, en otros campos de sus vidas, se jactan de ser valientes. Son las frases de quienes, absorbidos por los mandatos de un paradigma tóxico, se desvelan por demostrar su masculinidad en los lugares menos pertinentes. Y, para colmo, eso que demuestran nada tiene que ver con lo más profundo, esencial y trascendente de la virilidad. Uno de los campos más auténticos, fundacionales, sanadores y fértiles en donde un varón adulto puede desplegar su hombría esencial, la verdadera, es en el ejercicio pleno de la paternidad. Sin lamentos. Sin resentimientos. Sin vergüenzas. Sin pedir permiso.
Mientras esto no ocurra, el paradigma masculino tóxico nos habrá producido una herida irreversible.
Extraído de Masculinidad Tóxca, del mismo autor. Ediciones B
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