martes, 4 de agosto de 2009

Nueva...¿Paternidad?


Por Sergio Sinay


Abunda un discurso triunfalista acerca de una supuesta nueva paternidad, una "nueva paternidad" que no ha provoca­do una presencia masiva de hombres en las reuniones escola­res de padres, en los consultorios de los pediatras, en las acti­vidades formativas de sus hijos, en la conducción afectiva, en la disposición de límites y orientación de conductas, en la intervención amorosa y firme ante situaciones riesgosas de los adolescentes, en la capacidad de dialogar profundamente con los hijos aun discrepando.

La "nueva paternidad" de los flamantes discursos a la moda, se regocija de los pañales cambiados, de la disposición paterna a convertirse en "amigo" de los hijos (quienes ya tienen amigos, pero claman por un padre), de la flexibilización en las normas, de la propensión a "acompañar" a las mamás. Confunde diálogo con consen-timiento, permiso con desliga-miento. Bajo la etiqueta de la "nueva pater-nidad" se producen fenómenos contra-dictorios: de aquellos padres inac­ce-sibles, rígidos, que generaban acata-miento temeroso en los hijos, se ha derivado a un tipo de vínculo en el que los padres parecen temer culposamente a los hijos. Como conclusión de esto me atrevo a sostener que la "nueva paternidad" es sólo una nueva etiqueta y una nueva vestimenta para la orfandad pater­na que padecemos. Está muy lejos de ofrecer una respuesta profunda, esencial, contrastante al modelo masculino tóxico, no le disputa su presencia hegemónica, no sana las heridas que éste viene produciendo a nivel social e individual.

Acaso tampoco se trate de crear un "nuevo padre". Vivi­mos en una cultura adicta a lo "nuevo", tan adicta que nece­sita novedades como el cocainómano ansia su sustancia. De­voramos "novedades" sin digerirlas, sin proceso metabólico, y acabamos por hacer de la palabra "nuevo" un simple sinóni­mo de fugaz, efímero, pasajero, banal, breve, fugitivo. Preten­demos llenar con lo "nuevo" los vacíos pavorosos de nuestras angustias existenciales. Y no lo lograremos. Porque esos va­cíos sólo se reparan a través de lo trascendente, a través de lo significativo, de lo que nos revela y nos devuelve a horizontes espirituales perdidos. Antes que celebrar "nuevas" paternida­des que serán rápidamente engullidas por la voracidad de aquel vacío, quizá debamos recuperar los contenidos de la pa­ternidad esencial, ancestral, sus funciones inherentes, su ejer­cicio amoroso y responsable.

El Instituto Gino Germani (que depende de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires), publicó en mayo de 2006 un estudio realizado entre chicos y chicas de entre 15 y 21 años de toda la República Argentina, acerca de sus hábitos, gustos y conductas. El 82% de ellos dijo tener una mejor relación con su madre que con su padre. Una cifra que impugna, con la impiadosa frialdad de las cifras, el alboroto con que se anuncia por momentos a la "nueva pater­nidad". Una cifra que nos devuelve a la realidad. Se sigue de­legando en la madre lo esencial de la responsabilidad sobre los hijos. Han cambiado las madres, sí. Trabajan, proveen, circu­lan por el mundo externo. Lo hacen muchas veces "a lo macho", porque ese mundo externo (el de las profesiones, las fi­nanzas, la política, los negocios) se sigue rigiendo por las le­yes de la masculinidad tóxica. Y, además, ellas siguen cargan­do con la preocupación y los deberes centrales acerca de la crianza. La mayoría de los padres acude a esas tareas (escuela, médico, fiestas, etcétera) sólo cuando tiene tiempo (es decir, en un tiempo residual, secundario). Las madres fabrican ese tiempo y comparecen. Los relojes, agendas y calendarios de los padres varones tienen la misma rigidez del paradigma masculino tradicional. Y, con demasiada habitualidad, los hombres, aún los que parecen más sensibles a esta temática, se guarecen todavía debajo de ese paradigma.

Hay que decirlo con todas las letras: la masiva incorpora­ción de las mujeres al mundo del trabajo en los últimos trein­ta años, no ha sido acompañada por cambios tan profundos y complementarios en otros planos de la organización social. Así, más allá de casos individuales, que no marcan una tenden­cia, son ellas quienes tienen el problema real, cotidiano, de conciliar trabajo y crianza de los hijos. En una investigación al respecto publicada en la revista dominical del diario madrile­ño El País (21 de mayo de 2006), la directora general del bus­cador Google para España y Portugal, Isabel Aguilera, cuenta que, cuando viaja de Madrid a Barcelona por trabajo, suele lle­var consigo a su pequeño hijo y lo deja durante el día en una guardería. Su caso, según esa nota, parece ser el de muchas mujeres. No abundan los episodios en los cuales son los padres quienes cargan a sus hijos en viajes de trabajo y se las arreglan para ubicarlos (en lo personal, he investigado sin encontrar ninguno). Por otra parte las guarderías, en las empresas que las tienen, se organizan en función y a pedido de las madres, ja­más de los padres. En los marcos del paradigma que nos rige, para los hombres el trabajo es, en la gran mayoría de las situa­ciones, el que inclina la balanza cuando en el otro platillo es­tán los hijos. En la misma investigación del periódico español, la gerente de recursos humanos de Banesto, una importante institución financiera, cuenta algo que cualquiera de sus cole­gas de cualquier corporación en cualquier lugar del mundo puede refrendar: de 9.100 empleados, sólo cuatro varones pi­dieron licencia por paternidad (que la hay), y apenas uno soli­citó reducción de la jornada laboral para atender a su hijo. Es­to se acerca mucho más a la verdad de la paternidad contem­poránea que las imágenes mediáticas de padres cambiando pa­ñales o los buenos deseos de quienes confunden, a partir de ca­sos aislados, ilusiones con realidad.

La energía paterna es un nutriente vital para el crecimien­to, para la transformación en acto de las potencialidades de los hijos, para su consagración como seres autónomos y libres. Nada más lejos del concepto patriarcal atávico de apoderarse de los hijos y sofocarlos bajo el rigor de la exigencia y el temor (lo que muchos hombres hacen cuando se acuerdan de ocupar el lugar paterno). Una sociedad con ausencia de padre deviene en una sociedad maternizada en exceso. Esto es tan nocivo co­mo el exceso de paternidad autoritaria. Cuando ello ocurre hay hombres inseguros que desconfían de los otros hombres y temen a las mujeres, temor que ocultan tratando de halagarlas hasta la obsecuencia o de someterlas económica, social o sexualmente. Hombres bloqueados emocionalmente, que inten­tan disimular su inseguridad sobreactuando la dureza en los negocios, en la política, en el deporte, en la familia, en el sexo. La sociedad maternizada es una sociedad de mujeres abrumadas por la superposición de exigencias, de mujeres insatisfechas, demandantes de algo que los hombres de esta sociedad no pueden ofrecer (porque ni saben ni tienen). Es una sociedad de mujeres que desarrollan facetas de sí mis­mas, que se prueban autónomas y capaces, pero que están (con justicia) hambrientas de amor. Una sociedad materniza­da es una sociedad en la cual hay una energía ausente: la del padre. Y, como bien dice, Anselm Grün, "no sólo la familia necesita del padre, también la sociedad lo necesita. Y hoy ex­perimentamos una gran necesidad de padres en los que se pueda confiar". Así es en los hogares, así es en las institucio­nes, así es en las empresas, en los gremios, en los países. Abundan, todavía, los padres rabiosos o ausentes, duros o inaccesibles, recelosos o desorientados, culposos o competi­dores, "blandengues" (volviendo a Grün) o desentendidos. Faltan los padres guías, que apoyan, comprenden, nutren, generan alegría de vivir, de hacer, de sentir. Los padres que instrumentan, alientan y liberan.

Y la situación no admite más miradas distraídas ni poster­gaciones. Reinstalar, revivir la paternidad a partir de sus ele­mentos esenciales y perennes, es, para los hombres, una mane­ra de romper la coraza tóxica de los mandatos masculinos hegemónicos. Es darse una oportunidad única de desarrollarse como seres humanos compasivos y espiritualmente poderosos, es rescatarse del oscuro exilio emocional al que fueron culturalmente condenados. Los varones, que tanto gustan enfrentar desafíos, mostrar su potencia, su capacidad realizadora, su co­raje, tienen en el rescate de la paternidad una aventura incom­parable. No hay conquista física, no hay hazaña deportiva, no hay reto de ningún tipo que se le equipare. Es, en definitiva, la misma prueba que atravesó Ulises, el más grande de los hé­roes, quizás el primero. Partió como guerrero y regresó para re­cuperarse como padre. "Yo soy el padre que faltó en tu niñez. Yo soy él", le dice a su hijo Telémaco cuando regresa de su Odisea.

Si los hombres de hoy no quieren decir mañana esta dolorosa frase (no sólo a sus hijos, sino a sus mujeres y a la socie­dad que componen), no pueden perder unís tiempo. Se impo­ne terminar con Frases como "Mi hijo se me va de las manos", "No lo entiendo", "No sé qué hacer'] "Ocúpate vos", "No tengo tiempo", "No estay para más problemas", "Busquémosle un tera­peuta", "Pago una escuela cara para que se ocupen de él", "Soy así porque mi papá fue así conmigo". Aunque suene duro decirlo, son frases muy cobardes, para quienes, en otros campos de sus vidas, se jactan de ser valientes. Son las frases de quienes, ab­sorbidos por los mandatos de un paradigma tóxico, se desvelan por demostrar su masculinidad en los lugares menos pertinen­tes. Y, para colmo, eso que demuestran nada tiene que ver con lo más profundo, esencial y trascendente de la virilidad. Uno de los campos más auténticos, fundacionales, sanadores y fértiles en donde un varón adulto puede desplegar su hombría esencial, la verdadera, es en el ejercicio pleno de la paternidad. Sin la­mentos. Sin resentimientos. Sin vergüenzas. Sin pedir permiso.
Mientras esto no ocurra, el paradigma masculino tóxico nos habrá producido una herida irreversible.






Extraído de Masculinidad Tóxca, del mismo autor. Ediciones B





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