Por Laura Gutman
Extraído del libro “Crianza, violencias invisibles y adicciones”
Extraído del libro “Crianza, violencias invisibles y adicciones”
Llegamos a la adolescencia cansados. Fuera de nuestro equilibrio, sin saber qué nos gusta, qué queremos ni hacia dónde vamos, insatisfechos y, además, enojados. También precisamos hacer elecciones diametralmente opuestas a las elecciones de nuestros padres, para afirmar con solidez nuestro "yo separado". Pero una cosa es poner distancia saludablemente y otra es estar alejados de la propia búsqueda personal.
La adolescencia nos encuentra con el deseo de no depender más emocionalmente de nuestros padres, pero, en muchos casos, sin una construcción interna consistente. Entonces, esas ansias de libertad y autonomía las desplegamos sin mucho cuidado. Ya sea alejándonos de nuestras percepciones, consumiendo vorazmente sustancias que nos den una falsa sensación de libertad (tabaco y alcohol, principalmente), o bien enojándonos. Coincide, además, con el período en que se nos solicita a los adolescentes que definamos una identidad, preferentemente a través de la "vocación", pero pocos estamos en condiciones de apropiarnos del "sí mismo" profundo que nos permita conocer nuestras virtudes e imaginar un modo personal de desarrollarlas. En general, es una época de sufrimiento, a mitad de camino entre el desconcertante deseo propio y el inalcanzable deseo de nuestros padres.
Recién cuando aparecen problemas de drogadicción en nuestros hijos adolescentes o los muy modernos diagnósticos de bulimia y anorexia, los padres "vemos" que algo está pasando. Y corremos a buscar soluciones inmediatas para "terminar" con este problema. Pero el asunto pasa por darnos cuenta de que ese joven adolescente perdió durante toda su infancia la posibilidad de encontrarse con su propio ritmo o sus deseos ocultos, intentando no defraudar a sus padres y desplazando sus necesidades primarias. Hace ya mucho tiempo que dejó de reconocer sus propias señales, y cuando le preguntamos qué desea o qué le importa... clava su mirada en un punto perdido con "cara de nada" o, a lo sumo, se sumerge en la música que suena dentro de sus auriculares que lo aíslan de toda conexión externa. De todas maneras, allá fuera ya no hay nada que le interese, porque fue perdiendo durante años toda vibración y resonancia de su ser interior.
Aún así, me sigue asombrando que los padres dispuestos a iniciar un diálogo con sus hijos adolescentes, desde la honestidad y el dolor de las propias limitaciones, logren rápidamente atraer la atención de estos jóvenes en apariencia apáticos. Podemos jugar las últimas cartas de la comunicación y la apertura del corazón -desde el lugar de padres-, siempre y cuando estemos dispuestos a mirarnos para adentro y compartir nuestros descubrimientos dolorosos con nuestros hijos. Cuando se conviertan en adultos, en pocos años más, todo proceso de indagación personal va a depender de la decisión consciente y personal de ellos. Ya no de nosotros.
Si los adultos necesitamos seguir creyendo que el "problema" lo tiene el adolescente y buscamos "soluciones", la brecha de la incomprensión se acrecienta junto al desprecio de ese joven hacia nosotros. La mayoría de los adolescentes está harta de la hipocresía de esos padres a quienes ya no les cree y sigue sufriendo la distancia emocional que los padres instauraron en los vínculos familiares. Con el agravante de no tener recursos personales para modificar las cosas, salvo perpetuar un sistema de insatisfacción, luego, consumo, mayor vacío y más consumo.
Es evidente que somos los adultos quienes siempre podemos posar las manos sobre el corazón y reconocer nuestra inmensa soledad y nuestra incapacidad para ofrecer algo más que la violencia interna que nos devora. Aun con la "urgencia" de un joven en riesgo. Porque insistimos en creer que la urgencia se instaló ahora que el síntoma se hizo demasiado evidente, cuando, en realidad, hace años que el niño viene pidiendo auxilio.
Urgente es el hambre de mamá cuando soy recién nacido, urgente es la caricia contenedora de mamá cuando soy muy pequeño y hay depredadores por doquier, urgente es la presencia de mamá cuando mi cuerpo está desgarrado de soledad. En cambio, cuando la droga, por ejemplo, viene a calmar toda urgencia... nos sobra el tiempo para recorrer todos los rincones de la historia personal y comprender por qué nos pasa lo que nos pasa y hacia dónde nos conduce.
Cuando el adolescente entra claramente en una espiral de consumo de alcohol o de drogas duras, o bien en el circuito de bulimia y anorexia, parece que recién en ese momento los padres nos asustamos y estamos dispuestos a escuchar las señales. Ya pasaron tal vez quince años o dieciocho o veinte. Nunca antes estuvimos dispuestos, porque no nos pareció peligroso el llanto desgarrador del bebé, el llanto desesperado del niño en el colegio o las enfermedades a repetición de un niño cada vez más debilitado. Ahora sí comprendemos la urgencia, aunque las señales fueron claras desde un principio.
Es posible que el adolescente descrea del acercamiento de su padre o su madre, ya que pasó toda su vida reclamando presencia sin obtenerla. ¿Por qué tendría que confiar en nosotros? Nada lo remite a fiarse del acercamiento amoroso. En estos casos, a veces es más útil que otro adulto contenedor, confiable y mediador apoye a la familia en el último intento de ese joven por pedir amor y sentirse merecedor y valioso como hijo.
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